En cierto barrio del este caminaba un niño que sostenía en su mano derecha su globo de rojo color. Caminaba acompañado de las hojas sincronizadas que descendían de los árboles en los alrededores de la avenida Fordcastle, y las observaba ensimismado durante su suspensión otoñal, cuidando de no cometer tropiezo alguno. Le parecían símbolos preciosos de la estación, y él, su globo rojo, las hojas tristes y la revoltosa brisa conformaban el escenario preciso del paseo aquella mañana. Caminaba, miraba a ambos lados, cruzaba, y continuaba. Solo un auto pasó veloz a un costado.
Se dirigía a la plaza. A esas horas de la mañana, en otoño, y con ese frío, no era común ver a muchos niños jugando en el lugar. De hecho estaba solo. Tenía los juegos solo para él y su rojo globo, nadie más. Las hojas seguían cayendo y la brisa refrescando. Corrió de pronto, evitando los charcos de barro, hacia el tobogán azul, subió ágilmente la escalerilla y se deslizó manteniendo sus manos y su globo en alto. No lo soltaba por nada de nada. Era su compañero de juegos. Se divertía. Y volvió a deslizarse en el tobogán, pero esta vez, al llegar al suelo, se quedó recostado de espalda mirando el firmamento y las nubes grises que lo decoraban. Las hojas seguían pasando, esta vez como hermosas manchas improvisadamente perfeccionadas dentro de una brillante pintura. Podía sentir el ambiente rodeándolo. Era muy agradable. Mientras, su globo rojo se mecía una y otra vez interrumpiendo a veces el cuadro natural de su visión placentera. A pesar de esto su amigo le devolvía una sonrisa fiel, amplia, constante. Siempre lo hacía. Eran los dos, y no se separarían.
Se levantó, le habló a rojo, su amigo, y corrieron juntos saltando sobre las pequeñas bancas de la plaza. Una por una, su recorrido formaba un gran círculo. Cuidó siempre de no pisar los charcos, de lo contrario el carrusel se acababa al instante y recibiría un reto de mamá en casa. Cansado, se dirigió al columpio y descansó. Se mecía lentamente ahora, y al observar los árboles con la cabeza firme hacia lo lejano se creaba un mágico efecto que le originaba hormigas en el estómago. Un poco más de vuelo y el efecto aumentaba. La sensación era magnífica, y lo sumía totalmente en el firmamento. Imaginaba sentir la suspensión de las hojas en su cuerpo. Más bellas se volvían estas, que seguían cayendo a su alrededor. No soltaba a su amigo, y lo miró en un momento y le sonreía como siempre. Siguió meciéndose hasta que de manera parsimoniosa todo se detuvo. Bajó y caminó hacia una de las bancas. La limpió de la tierra que él mismo había dejado al pisarla hace un rato atrás. Se sentó y suspiró. Tomó una pequeña rama de árbol que había en el suelo y comenzó a dibujar. Trazó líneas por doquier y escribió además su nombre. Dibujó también a su amigo. Se encontraban volando al lado de muchas aves, juntos. Por lo menos eso es lo que él quería ver.
No obstante la sombra de esa hermosa tarde no olvidaba sus designios ni siquiera por la alegría de aquel niño. Junto con su globo rojo y el otoño continuaron dichosos caminando y conversando por la plaza, de un lado para otro, por entre los árboles, cuando advirtió de pronto una presencia. Paró en seco. Miró a la inmóvil sombra en frente. Se atemorizó un poco. Sostenía aun a su globo de rojo color. No lo dejaría ir. No lo soltaría por nada, pasara lo que pasara. Le agradaba rojo.
Un fuerte sonido envolvió el lugar. Rojo, su amigo, ya no estaba con él. Había desaparecido con el fuerte estruendo. La mano del niño perdía poco a poco su fuerza, y no dejaba de soltar aun el hilo que conducía al alma de su compañero. Y un nuevo estruendo en el oído del infante apareció, dándole vueltas en su frágil cabeza. Soltó completamente el hilo que hace unos segundos atrás pertenecía a su fiel amigo. No solo sus manos y su rostro decaían ahora, sino que todo su cuerpo. De rodillas cayó al frío suelo. La silueta enfrente de él permanecía quieta, preparada. El niño luchaba poco a poco con sus párpados y, mientras, caía hacia un costado. Se desplomó por completo: su cuerpo, su globo, sus juegos y sus sueños. Su hogar, borroso ahora, se veía a lo lejos. Pero el otoño nunca lo abandonó. Las hojas seguían descendiendo a su alrededor, la brisa continuaba jugando con sus cabellos, y el firmamento aparecía más maravilloso que antes, envolviéndolo. Y las lágrimas, antes que la muerte misma, nublaron sus ojos. Ya no veía nada más que un punto exacto en el cielo, entre los árboles y las nubes.
No podía ver a rojo a su lado. No sentía sus manos. No sentía a su amigo. Pero pensaba que no lo abandonaría nunca. Y veía el divino cielo manchado de hojas, y pensaba si quizás alguna vez su compañero subiría tan alto como las nubes. Pensaba si habría hojas que cayeran desde tan alto cielo. Sí, seguramente. Rojo habría subido hacia ellas ahora. Y acabó todo sin ver silueta alguna en frente de él. Solo las hojas teñidas de colores permanecían ahora a su lado. Y seguían cubriéndolo, desde el bello cielo gris de otoño.
Se dirigía a la plaza. A esas horas de la mañana, en otoño, y con ese frío, no era común ver a muchos niños jugando en el lugar. De hecho estaba solo. Tenía los juegos solo para él y su rojo globo, nadie más. Las hojas seguían cayendo y la brisa refrescando. Corrió de pronto, evitando los charcos de barro, hacia el tobogán azul, subió ágilmente la escalerilla y se deslizó manteniendo sus manos y su globo en alto. No lo soltaba por nada de nada. Era su compañero de juegos. Se divertía. Y volvió a deslizarse en el tobogán, pero esta vez, al llegar al suelo, se quedó recostado de espalda mirando el firmamento y las nubes grises que lo decoraban. Las hojas seguían pasando, esta vez como hermosas manchas improvisadamente perfeccionadas dentro de una brillante pintura. Podía sentir el ambiente rodeándolo. Era muy agradable. Mientras, su globo rojo se mecía una y otra vez interrumpiendo a veces el cuadro natural de su visión placentera. A pesar de esto su amigo le devolvía una sonrisa fiel, amplia, constante. Siempre lo hacía. Eran los dos, y no se separarían.
Se levantó, le habló a rojo, su amigo, y corrieron juntos saltando sobre las pequeñas bancas de la plaza. Una por una, su recorrido formaba un gran círculo. Cuidó siempre de no pisar los charcos, de lo contrario el carrusel se acababa al instante y recibiría un reto de mamá en casa. Cansado, se dirigió al columpio y descansó. Se mecía lentamente ahora, y al observar los árboles con la cabeza firme hacia lo lejano se creaba un mágico efecto que le originaba hormigas en el estómago. Un poco más de vuelo y el efecto aumentaba. La sensación era magnífica, y lo sumía totalmente en el firmamento. Imaginaba sentir la suspensión de las hojas en su cuerpo. Más bellas se volvían estas, que seguían cayendo a su alrededor. No soltaba a su amigo, y lo miró en un momento y le sonreía como siempre. Siguió meciéndose hasta que de manera parsimoniosa todo se detuvo. Bajó y caminó hacia una de las bancas. La limpió de la tierra que él mismo había dejado al pisarla hace un rato atrás. Se sentó y suspiró. Tomó una pequeña rama de árbol que había en el suelo y comenzó a dibujar. Trazó líneas por doquier y escribió además su nombre. Dibujó también a su amigo. Se encontraban volando al lado de muchas aves, juntos. Por lo menos eso es lo que él quería ver.
No obstante la sombra de esa hermosa tarde no olvidaba sus designios ni siquiera por la alegría de aquel niño. Junto con su globo rojo y el otoño continuaron dichosos caminando y conversando por la plaza, de un lado para otro, por entre los árboles, cuando advirtió de pronto una presencia. Paró en seco. Miró a la inmóvil sombra en frente. Se atemorizó un poco. Sostenía aun a su globo de rojo color. No lo dejaría ir. No lo soltaría por nada, pasara lo que pasara. Le agradaba rojo.
Un fuerte sonido envolvió el lugar. Rojo, su amigo, ya no estaba con él. Había desaparecido con el fuerte estruendo. La mano del niño perdía poco a poco su fuerza, y no dejaba de soltar aun el hilo que conducía al alma de su compañero. Y un nuevo estruendo en el oído del infante apareció, dándole vueltas en su frágil cabeza. Soltó completamente el hilo que hace unos segundos atrás pertenecía a su fiel amigo. No solo sus manos y su rostro decaían ahora, sino que todo su cuerpo. De rodillas cayó al frío suelo. La silueta enfrente de él permanecía quieta, preparada. El niño luchaba poco a poco con sus párpados y, mientras, caía hacia un costado. Se desplomó por completo: su cuerpo, su globo, sus juegos y sus sueños. Su hogar, borroso ahora, se veía a lo lejos. Pero el otoño nunca lo abandonó. Las hojas seguían descendiendo a su alrededor, la brisa continuaba jugando con sus cabellos, y el firmamento aparecía más maravilloso que antes, envolviéndolo. Y las lágrimas, antes que la muerte misma, nublaron sus ojos. Ya no veía nada más que un punto exacto en el cielo, entre los árboles y las nubes.
No podía ver a rojo a su lado. No sentía sus manos. No sentía a su amigo. Pero pensaba que no lo abandonaría nunca. Y veía el divino cielo manchado de hojas, y pensaba si quizás alguna vez su compañero subiría tan alto como las nubes. Pensaba si habría hojas que cayeran desde tan alto cielo. Sí, seguramente. Rojo habría subido hacia ellas ahora. Y acabó todo sin ver silueta alguna en frente de él. Solo las hojas teñidas de colores permanecían ahora a su lado. Y seguían cubriéndolo, desde el bello cielo gris de otoño.
4 comentarios:
Yo... no estoy a tu altura.
-__-
Bueno ya te respondi... pasaba otra vez para ver si viste el corto de watchmen... :P subi un documental del anticristo pal piko wn xD hay teorias terrible freaks wn xDDDDDD.... necesito comentarlas con alguien con altura de miras si :P
Los niños, como el del cuento, silenciosos, que se llenan los pulmones y su placer de la naturaleza, me son difíciles de concebir, es más bien una actitud adulta. Pero como es niño, más efecto, y uuf, me da rabia que el gran símbolo de ternura y aprehensión emotiva, que son los niños, me afecte también a mi y más que tu lo usí. Como el ben culiao ese que no explicaí la razón de su muerte.
Y creo que estay logrando buen nivel descriptivo... pero no sentí mucho que digamos, solo imaginé. Quizás porque está en tercera persona, no sé.
pd: Tobogán... tobogán ni qué chucha!? yo nunca en mi niñez le dije tobogán los resbalines. O eres un picao a RAE que se cree pulento o es que crecí marginado de la cultura.
jajajaja XDDD no quería decirle
resbalín a la weá XD lo pensé...
pero finalmente la RAE me ganó XD
detalles imbéciles que ocurren...
jajajajaja
lo de la tercera persona es cierto.
se siente más cuando eres tú el que
lo cuenta. es más fácil ponerse en
el lugar. pero bueno, no escribiré
puros cuentos en primera persona...
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