13-01-2010

~ El equívoco amargo de la sustancia ~


Pareciera como si el silencio y los cantos nocturnos coordinaran con las calmas ráfagas que revolotean entre mis piernas, suavizando mis pasos. Hoy he vuelto a este lugar extranjero, curioso, centro de memorias, desbordamientos, de quiebres totales. He vuelto en búsqueda de energías, mismas que comenzaron a desvanecerse hace tantos años atrás en una noche de diciembre, semejante a esta. Solo. Supe que en el mundo hay sensaciones que devoran veranos enteros, que te vuelves individualista y desunificas las emocionantes memorias.
Si no fuera por ti volvería a preferir estar en lugares como este, lejos de la aglomeración caótica característica de los nuevos tiempos, y comenzaría a tomarle nuevamente un buen gusto a la percepción lenta del tiempo, a cómo una flor y todo el resto de colores del entorno me atraviesan la existencia misma, afortunada para mi, que irrumpe su momento.
Ya no es así. Casi he olvidado los buenos momentos. Casi he olvidado tu silueta atenta. Como una sombra apareces para recordarme la buena vida que he llevado, solitario. Ahora, sentado y perdido, no hago más que imaginar maravillosas tierras, lejanas, extrañas. Tuyas. En la orilla de un acantilado en los verdes cerros del sur, con la brisa del mar confundiéndose con la humedad de mis lágrimas, te recuerdo de manera casi increíble...

Buscábamos a un hada. Me dijiste que la habías visto posándose en las flores doradas de un diminuto jardín más allá de la gran roca. Corríamos sin parar. Expectantes e impacientes, jadeando, dejábamos nuestras miradas en nuestros pies y en el camino, acelerando todo, doblando, saltando un hoyo, pegándole manotazos a las ramas que se interponían con nuestras cabezas. Recuerdo que la brisa del mar refrescaba nuestros rostros empapados de sudor en aquella noche de diciembre hace catorce años, de niños. Las estrellas no hacían más que adornar el episodio que llevábamos acabo como nunca en nuestras frágiles vidas, y el firmamento noctámbulo era nuestra cubierta que nos escondería de ser sorprendidos.
El sonido de los insectos nos acompañaba. Los pastos, las flores, los árboles y todo tipo de piedras en el camino formaban el paisaje que rápidamente pasaba, una y otra vez, nocturno. El viento movía la espesura. Las sombras parecían saludar nuestra llegada. Que miedo sentí. Llegamos a la gran roca, sector desconocido, límite impuesto para nuestras andanzas por el cerro por nuestros padres. Algo fuera de la rutina. Seguimos. Más que nunca los latidos de mi corazón se hicieron notar, fuertemente. Me detuve unos segundos. Miré alrededor silencioso. Las aves parecían murciélagos de pronto y nosotros en medio de un claro de un bosque a la espera de ser comidos por un licántropo sediento de tierna sangre. ¿Qué hacíamos ahí? Volviste donde me encontraba, tomaste mi mano de pronto y me guiaste durante el recorrido final hacia el jardín de flores doradas del que me habías hablado, despreocupándome con tus palabras. Recuerdo que hasta ese momento todavía sentía tus manos cálidas, acogedoras, hijas de las cenas familiares que celebrábamos cada año antes que dieran las doce de la noche. Hermosa. Teníamos que llegar pronto a casa a por aquel encuentro, de lo contrario nos llevaríamos el primer gran reto del nuevo año.
Volvimos a acelerar el paso. Yendo a tu lado, de pronto tropecé con la gruesa raíz de un gran árbol a la orilla del camino, imponente, como quien desafía mi presencia en tal santuario natural al que disponíamos profanar. El camino rocoso dañó mis manos, mis brazos y mis rodillas. Quedé empolvado y adolorido. Volteaste, viniste hacia a mi y me ayudaste a ponerme de pie. Mi rodilla izquierda sangraba. Me dolía, pero no demasiado. La palma de mis manos ardía mucho más incómoda, y no tenía agua con la cual renovar mi piel atormentada. Me dijiste que volveríamos a penas comprobara lo que me habías contado con mis propios ojos. Vale. Ahora, flemáticos, continuamos acercándonos al lugar destinado. Cuidadosos, llevabas tu brazo rodeando mi espalda. Eras mi enorme apoyo.
Cuando finalmente, agotados y deseosos, nos detuvimos frente al jardín dorado que resplandecía, quedamos pasmados en nuestros pies. Respirábamos inquietos, sorprendidos de lo que veíamos en ese momento. Ahí estaba la criatura, pequeña traviesa, moviéndose entre las flores como una gran chispa, plateada, aterradora. Pensé en la posibilidad de que pasara lo que estaba pasando en ese instante frente a nuestros ojos. No podía concebir, no en esos años, la complejidad de una revelación como esa, una imposible. La confusa naturaleza debe tener grandes facultades para hermosear la realidad de esta manera o bien, para volverla defectuosa. Sin duda el hada era una fiel muestra de aquello.
Te acercaste a ella de pronto. Yo inmóvil, temeroso, no logré articular otro movimiento que extender mi brazo para intentar detenerte. Inútil. Ninguna palabra dije. Silencio total. Solo el batir de las alas del hada resonaba casi imperceptible junto a tus pasos cuidadosos hacia el jardín. De alguna manera, todo lo que el hada dejaba atrás con su vuelo parecía tornarse de un color sepia, ajeno al real. Pero no podría asegurar aquel suceso. No.
A diez metros de ti solo pude observar la escena más terrible que sobrellevaría luego en mi vida. Sí, lo que marcaría el desarrollo de mis decisiones de ahí en adelante. Resulta que el hada detuvo su vuelo, al parecer, cuando atendió tu presencia extraña. Tú detuviste tu caminar. Me disponía a llamarte, fuerte, pero mi visión comenzó a flaquear. Y no solo ella, sino que mi cuerpo entero se desvanecía lentamente respondiendo a un estímulo forastero. Ustedes permanecían inmóviles. Sus alas y tu figura. Yo cayendo al piso de repente. Y al pestañear un instante todo a mí alrededor se había tornado de un tono ocre rojizo, solo unos segundos antes de desmayarme. Cuando mi visión ya estuvo casi completamente obstruida, ya no había ni hada ni tú en frente. Fue la última vez que te vi. Te arrebató de mi lado para siempre. Cuando desperté, las flores dejaron de ser doradas. El destello de la criatura ya no iluminaba más. Yo había observado aquello y nadie más podía comprobarlo. Nadie más que yo habló de tu desaparición. A nadie más que yo aborrecieron por tu muerte, por insistir en el tema, el cuál osaron algunas personas decirme que ni siquiera había ocurrido por el simple hecho de que ni siquiera tu presencia existía. Tú, para ellos, no habías sido.

Nadie más que yo vuelve ahora a este lugar, nuestro lugar. Sentado en la gran roca creo que es tiempo de volver a encontrarme con aquel jardín, extraño y lejano. Volveré a hacerlo. Me paro y camino con parsimonia. Son casi las diez de la noche, tal cual hace catorce años. La luna ilumina mis pasos por el cerro. Las estrellas en el firmamento rememoran. Y sigo avanzando lento sin parar en ningún instante. No dejo de pensar en ti. No dejo de pensar en cómo hubiese sido si todavía estuvieras aquí conmigo.

Me detengo. El jardín está en frente mío. Brilla, dorado. Quedo sin habla. Veo una figura en él, quieta, diminuta, resplandeciente. Avanzo lento. Su estatura comienza a aumentar a medida que me acerco a ella. Extraño. Yo pareciera encoger. Y la veo. Ninguna hada puedo ver más que a ti, recostada encima de las flores, durmiendo tranquila, cómoda al parecer. Estoy soñando. Me mantengo de pie, inmóvil, temeroso, impaciente por tocarte, por ver que estás aquí, conmigo, cálida, acogedora, tal como antes. Te despiertas y me ves. Te veo despierta, mirándome. Te extiendo el brazo para ayudarte a parar. Sonríes. Me das la mano. Te paras en frente mío y no haces más que sacudirte y mirarme. Seguía siendo treinta y uno de diciembre al parecer, yo a los ocho y tú a los nueve años. Increíble. Te fijas en la hora. Vaya, son las doce y cuatro minutos. ¡Es primero de enero! Nos van a retar en la casa. No hemos ido a cenar a casa. Deben estar buscándonos. ¿Qué les diremos? No lo sé, pero llorando te abrazo y te digo feliz año nuevo. Me mantengo así. Qué cálida, que acogedora, que familiar sensación, ya no distante ni tampoco extraña. Cercana. Bienvenida. Te ríes de mí por que lloro. ¿Qué me pasa? Soy un bebé, lo sé. Me pegas una palmada en la espalda y me dices que si no nos apuramos el reto será aún mayor. Así que nos ponemos a correr nuevamente, dejando atrás el jardín no deslumbrante, sin flores doradas ni hadas revoltosas que perseguir. Corremos ahora juntos, de la mano, esquivando todo a nuestro paso. Se ven a lo lejos fuegos artificiales que aún explotan solo para nosotros en aquella curiosa noche. Me propones inventar que hemos estado en la casa de Marcos, para que no nos regañen por haber venido al cerro prohibido por lo menos. Papá debe estar furioso. Sí, lo debe estar. Nos descubrirán. Y bajamos el cerro, tú pensando en quizás qué cosas, tranquila, y yo dándole vueltas al curioso final de año. No tenemos respuestas para todo en la vida. ¿Me creerías si te dijera que las hay hadas traviesas y bastante crueles? ¿Qué por qué? Pues por lo que pueden llegar a mostrarte. Soy tonto, lo sé. Sé que no existen las llamadas hadas.

Primero de enero. Me levanto agotado por la aventura de ayer. De lo primero que me doy cuenta es que la ilusión de verano se ha esfumado. Solo un loco ensueño de una noche de verano. Loco, de la locura misma que se presenta y no vuelve nunca más en toda tu vida. De aquella que se te presenta inesperada y engulle parte de tu sensibilidad para siempre, cambiando la postura con la que te despiertas para observar a la gente transitar día a día frente a tu jardín, cada vez más ágil, más astuta, más violenta. Sí, cada día más extraña. Y los recuerdos vienen a mi mente al ver una pequeña cicatriz en mi rodilla. Bien, comenzaré poniéndome los pantalones por la derecha entonces.

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