18-04-2009

~ Sábado ~


Hoy es un sábado más. Un recuerdo tuyo más desaparecerá. Es increíble cómo solo en un mes me ha invadido fuertemente la nostalgia de aquellos días. Sí, nuestros días, aquella transición casi imposiblemente hermosa entre nosotros niños y nosotros jóvenes. Y es que te lo he dicho otras veces, que eres el gran portón de bienvenida de mis años adolescentes. Eres la esencia de lo que anhelo y se encuentra lejos, en un nunca volver. Eres la revolución personal más grandiosa que jamás volverá a pasar. Así de hermosa.
Hoy es nuevamente sábado. Yo solo en el departamento no hago más que disfrutar del sueño hasta las once con cincuenta, cuando mi perro se sube en la cama a perturbarme con sus pisadas, sus mordidas y sus lengüetazos. Sigue siendo Nanaki y no otro. ¿Lo recuerdas cierto? Le pusimos el nombre la misma tarde que llegó a mi casa. Fue tu idea. Es él quien espera a por mí durante las noches mientras trabajo, mientras me aventuro, mientras escapo. Es él quien no me dejará nunca. Al contrario, soy yo quien lo abandono cada tarde del sábado por un estúpido capricho, por un muy imbécil respiro. Soy repugnante a veces. Lo sé, pero ni siquiera quiero dejar de serlo. Necesito el respiro como consecuencia de recordarte. Preparo todo para embarcarme de nuevo.
Me levanto, tomo una ducha, me visto, limpio el dormitorio, el living, el comedor, la cocina. Preparo el almuerzo, liviano, rápido, rico. Nanaki se divierte jugando con su hueso. Está gastado, le compraré uno nuevo. Hay buena música de fondo, buen volumen, con trompetas, charangos, acordeones, voz armoniosa. Me sirvo mi plato y un vaso de jugo natural de frutilla. Le sirvo a Nanaki, y lleno su recipiente de agua fresca. Comemos juntos. Continúa la música, los ventanales abiertos y el viento moviendo las cortinas castañas. Oh, sábado. Uno entre muchos otros.
Lavo todo y descanso. Acaricio al perro. Me lame la mano. Leo otro capítulo de mi novela. Luego me arreglo antes de salir. Un poco de perfume. Me despido de Nanaki. Se queda mirándome frente a la puerta hasta el momento de cerrarla frente a sus ojos. Siempre hay un ladrido, como diciéndome “no vayas” una vez más. Bien, sé que son ilusiones mías. Tonteras, soy solo yo quien lo piensa. Y parto.
Hoy me he demorado un poco más de lo normal en engancharme una. Pero lo hice. Con dinero, buena vestimenta, el perfume que me regalaste, y palabras bellas precisas se puede lograr con insistencia envolverte una muchacha. Nos vamos a un hotel, al de la avenida 34 en Sunshine Park, al de siempre, y pedimos la habitación 204. Pasamos horas divirtiéndonos con nuestros cuerpos. Una y otra vez, como dos apasionados enamorados en un reencuentro esplendoroso. Será ella, seré yo, no sé, pero esta vez ha sido distinto. Será por que te mantuve en mi mente todo el tiempo. No te he olvidado. Y continuamos con lo nuestro cada vez, besándonos, acariciándonos, violentándonos con mentiras mutuas que no hacen más que hundirnos en el vacío del eterno retorno a la soledad. Tuve a un cuerpo a merced mía toda la tarde, pero no tuve a alguien para nada como tu. Es lo mismo de siempre. Cerca de la medianoche, mientras supuestamente ambos dormimos ya cansados, me levanto, me arreglo y me voy del hotel silenciosamente. No hubo despedida, ni gestos o palabras algunas. Solo me voy. Sé que no la volveré a ver, como cada sábado. Esa es la ventaja de elegir un lugar tan lejos del hogar. Solo extraños que no requieren de tus historias pasan alrededor tuyo. Eso es lo triste. No les importas para nada. Ni a mi me interesan sus detalles más que sus cuerpos.
Y camino en el frío. Pasan y pasan personas. Entro a un café. Me tomo algo mientras pienso. Pienso, y no puedo dejar de verte en el día en que tuviste que partir. Te fuiste, y dejaste todo en el aire, y se desvanece ahora. Y yo contribuyo a eso. Por eso, en ese mismo momento, salgo fuera y me dirijo al parque. Me siento en una de las bancas y saco tu última fotografía. Es una donde sales a los ocho años vestida de princesa. Es hermosa. Lo sé, por eso comienzo a llorar mientras saco el encendedor y pongo la llama bajo ella. Se quema, poco a poco, y despareces de mi vista tal como aquel día. Una vez más te vas. Te vas. Por mi culpa te vas de nuevo. Yo lo provoqué. Ya no puedo verte, no puedo reconocerte. Con ambas manos me tapo el rostro y me mantengo así durante minutos. Por qué. No aguanto a veces. Ya nada me queda de tu persona. Nada. Muchos sábados han pasado. Muchos recuerdos he desechado. Oh, maldito sábado. Maldita soledad de ti. Hago estas cosas sin entender más que mi propio sufrimiento. Pero no, llegaré a una resolución. Ya no quedará nada. Y podré salir y no recordarte. Podré salir y decir que me he despojado de toda tu esencia. Podré más fácilmente fingirle al mundo que no me importa no tenerte. Solo quedarás en mi interior. Serás mi historia no vivida. Y las veces que sea necesario, me embarcaré cada sábado para borrar un poco más de tu esencia. Volveré, una y otra vez, hasta que sea capaz de buscarte y volver a verte...... o de olvidarte.
Vuelvo, abro la puerta. Nanaki está despierto con su plato bajo sus pies. Mueve su cola. Me ladra.

12-04-2009

~ El habitante de los ojos ~


Al regresar me sorprendieron los cambios. El tipo urbano se hacía notar mucho más que en aquellos años, en donde la escasa intervención en los alrededores era gratificante. Era algo de esperar después de todo. No pude encontrar mi casa. Lógicamente la habían demolido, y ahora se alzaba en su lugar un muy útil minimarket. Que triste cosa es esta, en donde los recuerdos no son útiles más que a quienes les pertenecen e interesan. En este caso era solo yo, quien volvía en búsqueda de un silencioso día lejos del presente.
Recorrí un poco el barrio, caminando lentamente por la avenida central a la cual le habían cambiado su nombre. Era una agradable mañana por suerte. No había muchas personas transitando a esas horas, y de todas maneras la tranquilidad era mayor que la existente en la capital. Por lo menos algo era algo. Aunque la identidad nostálgica de mis mejores años ya no se encontrara conmigo, la inventaría en algún lugar.
Mis pasos me dirigieron a aquel lugar que tantas ansias me provocaba desde niño. Ya estando alejado del pueblo pude encontrar nuevamente el sendero que tantas ilusiones prendió en mí durante mis aventuras de pequeño. Mágicamente podía divisar también al árbol. Sí, aquel enorme que dio inicio a todo en un día cualquiera. Se encontraba allí, en los lindes del bosque, en el sendero protegido de todo, del olvido, del reemplazo, de la destrucción. Se encontraba tal cual antes. Tan alto, majestuoso, bello y misterioso. Un vivo fragmento de la tierra prometida que ha sido arrancada por humanos. Me senté en el lugar, saqué una cajita de mi mochila y abracé su contenido. Observé.
Escapaba de mi padre aquel día. Sabía que vendría a buscarme. Pero no quería verlo por un rato. Corría hacia el bosque llorando, cuando me detuve frente al gran árbol. Me parecía acogedor. Me acerqué al enorme natural que tenía enfrente y me senté bajo sus sombras para tranquilizarme como siempre. Luego, observé alrededor como descubriendo los detalles que habían sido puestos ahí para mi. Me distraía. Todo de un buen verde, iluminado, de suaves sensaciones. Mis lágrimas comenzaron a detenerse y, en cambio, mi sonrisa marcaba cada vez más mi entorno. El pasto, los arbustos, los árboles. Qué bellos cantos los que propiciaron las aves desde lo alto de la frondosa bóveda. Mi entorno en conjunto sumió a mi conciencia en su realidad misma, convirtiéndome en un ente más de su corriente. Pertenecía a ellos ahora. Y comencé a ver claramente la esencia que manaba de sus formas.
Un pequeño hombrecito pisó mi mano de pronto. Sonreía, y se tomaba el bello gorro que le cubría su cabeza mientras saltaba alegre sobre mi brazo derecho. Usaba ropajes bastante peculiares, de tonos extraños, y sus colores se fundían a veces con los del paisaje mismo. Lo rodeaba una extravagante luminaria. No me asustaba, pues la paz que transmitía con cada uno de sus gestos era reconfortante. Me miró en un momento sin parar de sonreír y sacó de sus manos un extraño polvo que dispersó rápidamente por todo el lugar. Todo brillaba como nunca antes. Era de un color dorado, y los rayos del sol creaban formas al reflectar en las partículas de polvo que danzaban sobre mi cabeza. Centauros, unicornios y dragones. Fue un espectáculo para nunca olvidar. Recuerdo que luego, mientras seguía embobado con las formas relucientes, tocó mi nariz con una pequeña hoja, hecha a su propia medida, y me la tendió. La tomé, agradecido de aquel regalo, y en el mismo instante en que hice contacto con ella todo el lugar cambió radicalmente. Como una onda expansiva se repletó de formas inimaginables. Nos observaban. Caminando por entre las ramas, corriendo entre los pastos, flotando de aquí para allá, escondidos algunos detrás de las flores, las piedras, o los arbustos. Pertenecían al bosque, y al igual que el pequeño duende, complementaban con magia la realidad. Lo miré, extrañado, y me devolvió ya no una sonrisa, sino una conmovedora despedida.
Oí mi nombre. Era papá. Sabía donde encontrarme. Me volví y allí estaba, esperándome. Me levanté, sacudí mis pantalones, y caminé lentamente hacia él. Todo se había desvanecido. Antes que mi padre me viera ya se habían esfumado todas mis ilusiones. Ese día volví a casa dándole vueltas al suceso. De ahí en adelante cada vez que volvía a aquel lugar para intentar encontrarme nuevamente al hombrecito del gorro rojo nunca pude lograrlo. Y anhelé ese encuentro el resto de mis días.
Ahora, 20 años después, vuelvo a intentarlo. Mi vida pareciera sucumbir y en momentos tan duros como los que he pasado en este último tiempo todo lo que necesito es una bocanada de mis buenos inocentes recuerdos. Necesito recordar detalles hermosos para volver a confiar en la vida. Y sentado bajo el gran árbol sostengo entre mis manos, envuelta en un suave paño de seda, una hoja muy pequeña y peculiar. Una vez más lo intentaré. La destapo, la toco delicadamente y observo mi alrededor…