26-02-2010

~ Adiós Pepe ~


Sacamos las tuberías más chicas y los trozos más pequeños de cobre que sobraban ahí. Sin hacer ruido nos volvimos subiendo la pandereta. Pepe subió primero, recibió las tuberías y luego me ayudó a subir a mí. Nos agarramos de las ramas del gran árbol que nos facilitaba el paso al patio del tío Lalo a través del techo de su casa. Era nuestra segunda vez. Nunca supimos que el tío Lalo se daba cuenta de aquello, hasta mucho después, conversando, ya estando grandes. Aquella vez, con las cañerías de cobre por segunda vez en nuestras manos y habiendo ahorrado algo de dinero, las vendimos solo para comprar lasaña. Compramos dos paquetes. Fuimos a mi casa y se la dimos a mamá para que nos la preparara. Por favor. Le dijimos que los abuelos de Pepe le habían dado ese dinero. Estos cabritos. ¿Quieren la lasaña pelada? Ay dios. Partieron a comprar lo que falta. Salsa de tomate, queso ¿Qué más? Vaya a enterarme yo de que andan haciendo cuestiones por ahí, van a ver. Volvimos. Al rato un grato olor salía de la cocina. Qué ansiedad teníamos. Esperamos jugando a las bolitas en el patio. ¡Chita! Se lavan las manos antes de comer. No hay repetición así que coman harta ensalada, para eso están. Gracias a mamá comimos todos muy bien ese día. La lasaña estaba deliciosa. Mamá nunca hacía lasaña pues éramos muchos y salía muy cara. Pepe la probaba por primera vez. Le encantó. Fue toda una experiencia junto a él. Lo recuerdo bien.
Y volví a pensar en el maldito momento que nuevamente se nos venía encima. Corriendo, apedreando a las bestias, escapando. Gritando en conjunto. Nos escondimos en un edificio que nos abrió las puertas fugazmente, como una sorpresa que no podía llegar en un mejor momento. Una anciana de bajo volumen y estatura nos decía que nos apuráramos a entrar, que tuviéramos cuidado con nuestras locuras, del día a día, que cómo no pensaban en que éramos solo unos jovencitos. Dios santo. No, si los vi cuando les tiraban los caballos encima. No se vayan todavía. ¿Quieren? Tengan cuidado por favor allá fuera. Gracias. Estaremos bien. Como son las cosas hoy. Esperamos un poco y salimos luego por detrás, apurados, cuidando de que las marraquetas que la señora Irma nos había regalado no se nos escaparan de entre las manos. Eran un tesoro. Ella y el pan. No comíamos desde ayer por la noche. El queso sabía increíble, como nunca antes. Habíamos salido temprano hoy y corriendo se gasta energía pues compañero, no sabré yo. Seguíamos moviéndonos, sigilosos por entre los pasajes, compartiendo la bolsa de pan verde, y hablando cada cosa que se nos ocurría por ahí. Insultos por aquí y por allá. No nos van a hacer hueones. Se dispersaron todos ya. Sigamos hasta el parque de encuentro y veremos. ¿Han visto a Pepe?
Pepe, en medio del caos, había escapado hacia el lado contrario a nosotros. Eso fue lo único que logré ver antes que volviera la mirada. Sus ojos calmados y su convicción aún los recuerdo bien. Pepe. Luego supimos que lo pillaron entre varios mientras intentaba tirar unos camotes a uno de los guanacos que intentaba empaparnos de sudor. Sabía que lo pescarían. Sabía que haría una vez más la escenita del héroe que se enfrenta cara a cara a la violencia maquinizada, controlada y que intenta hacer el papel de pacificadora barata. ¡Suelta! Miren, pacos culiaos. Un codazo, patadas, manotazos. Lo que Pepe no sabía era que lo subirían a la micro y lo golpearían como nunca antes. Lo conocían. Supimos esto horas después por Carlos que también lo habían agarrado. Observaba inquieto lo que pasaba frente a él. Impotencia. Paredes se llamaba el paco. Sí, supimos que él había sido quien lo azotó contra el suelo y quien le hizo perder la conciencia. Sí, el mismo que luego tomó la luma y, como envuelto y consumido por una locura inducida por el mismo poder, totalmente ciego, garabateó a todos los que seguían allá fuera imaginando aún que el noreste de Santiago desaparecía dejando tras de sí la equidad. Luego, le golpeó una y otra vez fuertemente la cabeza a Pepe. No supimos cuántos golpes fueron, pero según Carlos fueron interminables. Los percibió así. Horrible. Para hueón, que lo vas a matar culiao. Por la cresta. Me lancé. Entre dos pescaron al paco y lo separaron del lugar en donde se encontraba el cuerpo agonizante de Pepe, mientras otros dos me agarraron a mí. Ensangrentado el paco. El piso manchado, él sin reacción alguna. Atónitos todos, gritaba como loco. Parecía como si en ese momento les hubiera vuelto la humanidad, como si el shock fuerte les devolviera la conciencia de todos sus actos y sus motivos. ¡Te dije! ¡La van a cargar con todos ahora! Pepe tenía razón. El shock de ver el mundo de la manera en que nos la muestran hoy en día es tan fuerte que paraliza nuestra subjetividad, encadena la creatividad del ser humano como entes activos en una relación social real, enlazada a través de las consecuencias de cada existencia en función del resto, con el resto y para el resto. Suele pasar, hasta que un balde de agua fría te despierta, tristemente, tal como este. Lo que mató a Pepe fueron sus ideales contrarios, ningún ser humano en particular, sino la estructura social misma en donde se intentan los cambios. Lo que mató a Pepe fue un ideal distinto de vida.
Aquella jornada terminó como siempre. No resultó en nada. Sólo para mostrar en televisión los disturbios en las calles del centro de la capital por jóvenes universitarios vándalos que buscaban no sé qué cosa, no me acuerdo qué dijeron los muy imbéciles. Perdimos a Pepe. Pepe ya no está. Creo que fue la única tarde que vi llorar al grupo completo, sin parar, desconsolados, sabiendo que todo ocurrió por intentar creer desesperados en que lo diferente puede tener un espacio en nuestra sociedad. ¡Nuestra! Sabíamos que todo ocurrió como a Pepe le gustaba que ocurriera. Activo, siempre. Sí, ocurrió como cada jornada que, al terminar, le dibujaba una sonrisa en la cara que nos regalaba de despedida. Nos vemos compañeros. Cuídense, los quiero harto. Sí, nunca olvidó despedirse y saludarnos. Pepe, el de la bicicleta del hoy y el de los sueños del mañana.
Repartía volantes. La última vez que lo había hecho por cinco mil pesos las dos horas fue con él. Aquella vez él repartía más efectivamente que yo. Nos reíamos. Bromeaba con el atractivo de su anillo, que usaba en la mano izquierda. Justo en el centro de su círculo estaba escrito “De las cosas posibles se sabe demasiado”. Mira. ¿Ves? Lo besaba siempre. Era como un gran amuleto. Yo nunca había llevado anillos, ni collares, ni pulseras. No eran de mi agrado todavía en esos años jóvenes. Ese día, cuando le dije que era injusto que él se vaciara antes que yo de los volantes siendo que yo estaba en el lugar donde pasaba más gente y más autos, me dijo que probara a entregarlos con su anillo deslumbrándome la mano, mi persona, mis pensamientos y la corriente de energías de mí alrededor. Qué bobadas dices. Apuesto que funciona. Seguro funcionará. Payaso. Terminamos juntos de repartir. Luego fuimos a beber unas cervezas. Me decía que su abuelo le había regalado ese anillo días antes de morir. Por eso era tan especial, tan importante. Era un recuerdo vivo de él. ¿Qué hacía tu abuelo? Era un viejo campesino y obrero. De los grandes del sur. Esforzado el viejo. Conversamos largo rato. Seguíamos con la cerveza. Me contaba de su infancia, de su familia. Nos acordábamos de cada cosa que pasamos juntos. Sí, te echaban la culpa de todas las mañas que aprendía. Jajajaja. El Pepe te lo enseñó. El Pepe aquí, el Pepe allá. Nos despedimos al rato y no se aseguró de pedirme el anillo. Solo me sonrió y se despidió como siempre. Sabía que lo tenía.
Tres días después, mientras la mayoría escapaba de los pacos luego de una marcha y protesta, Pepe corría solo, pensando quizás en qué cosas, sin el anillo puesto en su mano izquierda, en la cual llevaba a cambio una enorme piedra. Combatió, solo. Al rato después fue muerto por un paco dentro de la micro, indefenso, golpeado, observado por ellos. Quiero seguir imaginando. Quiero seguir sintiendo la adrenalina de observar cosas nuevas. No. Pero lo recuerdo a él y sus palabras.
Veo la foto. Cierro los ojos. Los abro. Es Pepe. Viene en bicicleta. Me dice que tire los volantes. Los tiro. Me subo tras de él. Comenzamos a andar. Me cuenta qué ha hecho todo este tiempo, sus aventuras. Se ríe. Tanto tiempo. Sigues como siempre muchacho. Sí. Tu igual. Podríamos ir a la playa y olvidarnos de todo esto. ¿Te parece? Dale. Olvidarnos por un instante de que tenemos que hacer lo que tenemos que hacer. Olvidarnos y recordar por lo que estoy aquí. Recordar y proyectar las múltiples historias por oír, imposibles bellezas que aguardan en nosotros. Perdámonos por un día en una corriente distinta, la de las olas calmas que agitan el océano vasto que nos rodea...
Y él fue Pepe, el del anillo. Ahí está en la foto. Aquí también. Ayudábamos a una vecina a regalar sus gatitos. Eran muchos. Aquí fue cuando nos compramos la primera bicicleta. Nos costó mucho. Con ella después íbamos a todas partes alardeando que teníamos un medio de transporte único. Aquí estamos con el grupo, ya grandes. Leíamos cada cosa. Ansiábamos aprender, saber. Éramos una gran familia unida, soñadora. Éramos como hermanos. Sí, lo extraño mucho. Lo que más recuerdo son estas palabras. ¿Qué significan? Significan que debo enseñarte a contar las cosas de las que la gente poco habla, aquellas luces lejanas que ronronean en nuestros sueños acariciando las ilusiones mientras dormimos. Aquellas que son las más, las espléndidas vitaminas juveniles, los motivos del futuro, de uno para ti, contigo, para mí. Sí, esas que son ideales. Ahhh, significan que a la gente le falta soñar. Algo así. ¿Mi amigo Pepe? Sí, era raro. Tendía a pensar cosas como esas. Lejanas, pero familiares. Ah, olvídalo. Lo comprenderás a su tiempo. Cierra el álbum. Adiós Pepe.