No llovía tan fuerte. Caminábamos de regreso a casa por el centro de Santiago, evadiendo a las personas apuradas que buscaban encontrar un refugio o alcanzar su destino con prisa. Yo caminaba tras de ti, viéndote los pies, nada más que tus pies, confiando en el camino que abrirías para mi. Por entre toda la masa de personas siempre encontraba un sendero, un pequeño espacio a un costado del árbol, por detrás de un quiosco, o bajando brevemente de la vereda. Te sostuve de la manga de tu chaleco café durante todo el trayecto, y te asegurabas de que todo fuera bien conmigo mirándome de vez en cuando, de forma fugaz, cuando nos deteníamos esperando a que avanzara el gentío. Luego, todo comenzaba otra vez, y acelerabas el paso que con constancia lograba mantener. Sí, no quería separarme de ti, ni mucho menos quebrar esa travesía de confianza ciega. Mis ojos seguían en tus pies, hasta que tus palabras iluminaban el frío día mientras esperábamos el semáforo.
Aquella mañana sería imposible olvidarla. Tenía diez años, y nuestros padres celebraban su aniversario número veinticuatro. O por lo menos así debería haber sido. Discutían como siempre. Qué aborrecible era esa situación, una rutina exagerada que ya casi parecía estúpida. Comía tostadas, recuerdo, echado en el sillón. Te acercaste, me invitaste a salir y yo corrí a mi pieza a ponerme un gorro, un chaleco y mis zapatillas. Estaba preparado. Iríamos a jugar peleas al centro, me dijiste, y comeríamos algo rápido por ahí. Pasaríamos la tarde fuera de casa escapando del ambiente familiar gastado, molesto y poco acogedor. Crearíamos juntos nuestro momento. Me ayudarías a escapar, eso sí, si yo alguna vez te cedía la mano de la misma manera. Claro, te lo prometí aquella vez, no lo he olvidado, y aun hoy en día lamento no haber cumplido una ilusión como esa. Quién sabe, quizás una oportunidad actual de volvernos a ver pueda resurgir con esa excusa.
Después de la jornada que pasamos juntos, regresábamos. Las seis de la tarde, y la lluvia nos había sorprendido sin protección alguna. No teníamos paraguas, y solo podías contentarte con esquivar ágilmente cada uno de los que se te presentaban para conectarte. Yo miraba perplejo; continuaba siguiendo tus pasos, agarrado a la manga de tu chaleco y de vez en cuando mirando tu cabeza que recibía directamente a la lluvia. Tenía frío, pero mucho más reducido desde que pusiste tu bufanda verde alrededor de mi cuello. Y te detuviste de pronto en una esquina. Te volviste y me miraste. Comenzaste a sonreír y me dijiste si acaso no era divertido mojarse bajo la lluvia, caminar, dar vueltas por el centro. Siempre tan despreocupado de las cosas, me protegías dándome libertad y nuevos puntos de vistas. Siempre fue así. Recuerdo que el viaje a casa se interrumpió por una visita a último momento al cine. No sabíamos qué veríamos, solo sabíamos que iríamos. Corríamos juntos por Huérfanos esta vez tomados de la mano y yo mantenía mi sonrisa mientras las gotas de lluvia golpeaban mi rostro entre el gorro y la bufanda.
Y todo comenzó hace unos momentos, cuando repentinamente mientras caminaba en dirección a la fuente del parque, un niño se me acercó un tanto asustado por detrás y sin aviso alguno se agarró de la manga de mi chaqueta. Me volví, miré su cara de inseguridad, y le devolví una sonrisa. Estaba solo. Le pasé mi paraguas para que se protegiera de la lluvia, tranquilizándolo, y fue en ese instante en que sentí cómo las gotas refrescaban mi memoria. Hermano, cómo olvidar completamente todo aquello. Eran días de gozo, de soledad, de carcajadas y encierros. Eran intensas situaciones, intensas emociones. Y ahora vuelven a mí, cuando observo las luces borrosas desparramadas en el paisaje, y continúan haciéndolo mientras escucho las gracias de la señora que vuelve ahora con su hijo pequeño. Tal como volvíamos nosotros aquel día, ya cansados de jugar, ya cansados de escapar…
El libro que sostenía en mi mano izquierda lo cierro, asegurando la página, y lo guardo dentro de mi chaqueta. El paraguas lo cierro y lo sostengo con la derecha. Camino lento.
Aquella mañana sería imposible olvidarla. Tenía diez años, y nuestros padres celebraban su aniversario número veinticuatro. O por lo menos así debería haber sido. Discutían como siempre. Qué aborrecible era esa situación, una rutina exagerada que ya casi parecía estúpida. Comía tostadas, recuerdo, echado en el sillón. Te acercaste, me invitaste a salir y yo corrí a mi pieza a ponerme un gorro, un chaleco y mis zapatillas. Estaba preparado. Iríamos a jugar peleas al centro, me dijiste, y comeríamos algo rápido por ahí. Pasaríamos la tarde fuera de casa escapando del ambiente familiar gastado, molesto y poco acogedor. Crearíamos juntos nuestro momento. Me ayudarías a escapar, eso sí, si yo alguna vez te cedía la mano de la misma manera. Claro, te lo prometí aquella vez, no lo he olvidado, y aun hoy en día lamento no haber cumplido una ilusión como esa. Quién sabe, quizás una oportunidad actual de volvernos a ver pueda resurgir con esa excusa.
Después de la jornada que pasamos juntos, regresábamos. Las seis de la tarde, y la lluvia nos había sorprendido sin protección alguna. No teníamos paraguas, y solo podías contentarte con esquivar ágilmente cada uno de los que se te presentaban para conectarte. Yo miraba perplejo; continuaba siguiendo tus pasos, agarrado a la manga de tu chaleco y de vez en cuando mirando tu cabeza que recibía directamente a la lluvia. Tenía frío, pero mucho más reducido desde que pusiste tu bufanda verde alrededor de mi cuello. Y te detuviste de pronto en una esquina. Te volviste y me miraste. Comenzaste a sonreír y me dijiste si acaso no era divertido mojarse bajo la lluvia, caminar, dar vueltas por el centro. Siempre tan despreocupado de las cosas, me protegías dándome libertad y nuevos puntos de vistas. Siempre fue así. Recuerdo que el viaje a casa se interrumpió por una visita a último momento al cine. No sabíamos qué veríamos, solo sabíamos que iríamos. Corríamos juntos por Huérfanos esta vez tomados de la mano y yo mantenía mi sonrisa mientras las gotas de lluvia golpeaban mi rostro entre el gorro y la bufanda.
Y todo comenzó hace unos momentos, cuando repentinamente mientras caminaba en dirección a la fuente del parque, un niño se me acercó un tanto asustado por detrás y sin aviso alguno se agarró de la manga de mi chaqueta. Me volví, miré su cara de inseguridad, y le devolví una sonrisa. Estaba solo. Le pasé mi paraguas para que se protegiera de la lluvia, tranquilizándolo, y fue en ese instante en que sentí cómo las gotas refrescaban mi memoria. Hermano, cómo olvidar completamente todo aquello. Eran días de gozo, de soledad, de carcajadas y encierros. Eran intensas situaciones, intensas emociones. Y ahora vuelven a mí, cuando observo las luces borrosas desparramadas en el paisaje, y continúan haciéndolo mientras escucho las gracias de la señora que vuelve ahora con su hijo pequeño. Tal como volvíamos nosotros aquel día, ya cansados de jugar, ya cansados de escapar…
El libro que sostenía en mi mano izquierda lo cierro, asegurando la página, y lo guardo dentro de mi chaqueta. El paraguas lo cierro y lo sostengo con la derecha. Camino lento.