Sus entrañas se encogían ardiendo, provocándole suplicios que ascendían como alaridos desde las más profundas lagunas hasta los más vastos océanos. Sus tierras y los cielos ya no los podría mirar otra vez. El vaivén de la miseria jamás se apagaba. Los centinelas se encargaban de mantenerlo encendido a fuego lento, con paulatina pero asegurada horada. Los metales se impacientaban alrededor de las muñecas y volvían a llenar el silencio con bramidos de angustia y sufrimiento. Pero por más que estos también se encogieran, cedían pocos centímetros, y el impulso corporal de refugio frente a la catástrofe se volvía inútil e incluso un contribuyente a la pena. El forzoso intento volvería. Lo sabía, pero sus ojos miraban perdidos quizás algo más allá del piso lóbrego, helado, y húmedo. Había algo más allá de todo. Pero se desvanecía cada vez que el hedor a muerte regresaba hacia su cabeza abatida, boquiabierta, y confundía sus nociones aún presentes cambiándolas por desesperados llantos silenciosos. Vómitos, punzadas y sangre, más sangre. Pero nadie escuchaba. Y nadie lo escucharía jamás, pues no tenía palabra efectiva frente a ellos, y ellos sí tenían herramientas eficientes para sus apetencias.
La mazmorra que lo vería sucumbir no se quedaría impune. Aún frente a la oscuridad asesina, los flujos de su existencia mancharían las piedras del lugar con las cuales intentarían levantar luego ostentosos palacios, y las lenguas volverían a rememorar el momento en que los siglos se sobrepusieron a otros. Pero ahora fallecía solo, sin tregua, al igual que muchos otros, y el escurrimiento de su sangre resbalaba lento hacia la diminuta abertura en uno de los bordes del calabozo en donde se colaba gota a gota, mientras un fragmento inadvertido de oro aún permanecía allí estorbando la rajadura, para caer en el abismo en completo silencio, encima de un continente en donde se mezclaban con fuerza el polvo, el sudor y el olvido. La mezcolanza no preparaba nada más acogedor para el fin de su estirpe.
Se acomodó. Sus ojos hacían lo oportuno por descifrar las formas frente a ellos. Era de madrugada, y reproducía aún las terribles imágenes que desde hace días lo sobresaltaban cada noche. Hoy había visto el final de sus delirios y ya poco dudaba. Se puso de pie, se abalanzó hacia la noche, su cuerpo aún tibio, y salió de su tienda sin nada más que lo que llevaba encima, apresurado. A pasos ligeros, la selva acogió su determinación y lo guardó a ojos de todo quien, a esas horas, pudiera escucharlo. Intentando el sigilo, no volvió a dar un paso, o mirada alguna, hacia atrás. No hasta que llegara al borde de las aguas. Y corrió, y ahora su cuerpo se tornó activo y expectante, excitado por las espera mayúscula de toda su vida, como aguardando anticipadamente una sequía en tiempos de evidentes lluvias.
Esa noche el firmamento se observaba sereno. Las grandes luces parecían interrumpirse por pequeños y rojizos encendidos a lo lejos, más allá de la selva. No podía distinguirlos si no paraba a observar detenidamente tales accidentes. Pero no suspendió, y galopó sobre la vegetación como nunca más podría volver a hacerlo. Sus sueltos y extendidos brazos, ahora asediados por extrañas y lejanas luminarias, se contraían hacia su pecho. La noche se tornaba cada vez más pesada, y las estrellas, más inquietas. Lo que ocurría no se acercaba para nada a lo que se esperaba, ni a las conocidas historias sobre robustos, cuernudos y rubios de antaño. No. Pero él solo perseguía sus sueños ahora. Le hablaban. Las plantas, los riachuelos, las fieras sueltas, y el mismo viento que ya se despedía.
Numerosos ramilletes a manotazos rápidos arrancados, grandes piedras con hábiles saltos sobrepasadas y cuidadosos alaridos que espantaban a las bestias; todo por la marcha. Finalmente, sintió la fina arena. Sus pies disimularon el regocijo y el recelo a la vez por aquel distorsionado y caótico espectáculo que manchaba la oscuridad del océano al frente. Sorprendido e impactado, se encogió y cubrió tras la espesa vegetación. Observaba aquello. Sobre el agua le parecía ver algo que manchaba la oscuridad. Enorme, amenazaba a las olas a su alrededor, las cortaba, y avanzaba lentamente hacia la orilla cercana. Era una nueva oscuridad pero ahora impenetrable. Nada podía proyectarse más allá de aquello.
Las luces extrañas provenían desde allí, y se desplazaban de un lado a otro. La gran mancha que dominaba las aguas ahora poco se tambaleaba cerca de la orilla, y las pequeñas candelas bramaban absurdos sonidos. Él observaba. Pensaba en sus tierras, en sus cielos. Pensaba en sus sueños, el de hoy. Y no lograba comprender del todo los significados que la tierra le enviaba y que las estrellas, inquietas, no podían transmitirle directamente. Estaba solo, y esperaba el momento con el cual todo comenzaría a tener explicación para él. Sí, y ese momento se precipitó sin previo aviso. Rígido. Estaba ya amaneciendo, y los rayos del Sol vencían elegantes a las últimas opacidades del entorno. Las luces extrañas se transformaron paulatinamente en otras figuras, ahora blanqueadas, cargadas con extraños ropajes y artefactos. Una de ellas, altiba, bajó de la magnífica cosa flotante en el océano y puso un pie en la fina arena. Y tocó. Contactó con los inmaculados suelos. Escondido tras los árboles, nada más y nada menos que por su incapacidad como ser mortal, supo que solo en algo podía estar seguro. Que ya no estaba solo, y que en el preciso instante del fatídico y fantástico contacto, el mundo tal cual lo conocía había comenzado a cambiar. Sí, el mundo ya había cambiado para siempre, y por sus sueños.
PS: El presente cuento se encuentra publicado también en el blog de mi amigo Jesús. Por favor visitar, pues hace eco de la (posible) temática interpretada en este cuento. Les dejo el link a continuación. Saludos =) .