04-04-2009

~ Ojos rojos recuérdenme ~


En cierto barrio del este caminaba un niño que sostenía en su mano derecha su globo de rojo color. Caminaba acompañado de las hojas sincronizadas que descendían de los árboles en los alrededores de la avenida Fordcastle, y las observaba ensimismado durante su suspensión otoñal, cuidando de no cometer tropiezo alguno. Le parecían símbolos preciosos de la estación, y él, su globo rojo, las hojas tristes y la revoltosa brisa conformaban el escenario preciso del paseo aquella mañana. Caminaba, miraba a ambos lados, cruzaba, y continuaba. Solo un auto pasó veloz a un costado.
Se dirigía a la plaza. A esas horas de la mañana, en otoño, y con ese frío, no era común ver a muchos niños jugando en el lugar. De hecho estaba solo. Tenía los juegos solo para él y su rojo globo, nadie más. Las hojas seguían cayendo y la brisa refrescando. Corrió de pronto, evitando los charcos de barro, hacia el tobogán azul, subió ágilmente la escalerilla y se deslizó manteniendo sus manos y su globo en alto. No lo soltaba por nada de nada. Era su compañero de juegos. Se divertía. Y volvió a deslizarse en el tobogán, pero esta vez, al llegar al suelo, se quedó recostado de espalda mirando el firmamento y las nubes grises que lo decoraban. Las hojas seguían pasando, esta vez como hermosas manchas improvisadamente perfeccionadas dentro de una brillante pintura. Podía sentir el ambiente rodeándolo. Era muy agradable. Mientras, su globo rojo se mecía una y otra vez interrumpiendo a veces el cuadro natural de su visión placentera. A pesar de esto su amigo le devolvía una sonrisa fiel, amplia, constante. Siempre lo hacía. Eran los dos, y no se separarían.
Se levantó, le habló a rojo, su amigo, y corrieron juntos saltando sobre las pequeñas bancas de la plaza. Una por una, su recorrido formaba un gran círculo. Cuidó siempre de no pisar los charcos, de lo contrario el carrusel se acababa al instante y recibiría un reto de mamá en casa. Cansado, se dirigió al columpio y descansó. Se mecía lentamente ahora, y al observar los árboles con la cabeza firme hacia lo lejano se creaba un mágico efecto que le originaba hormigas en el estómago. Un poco más de vuelo y el efecto aumentaba. La sensación era magnífica, y lo sumía totalmente en el firmamento. Imaginaba sentir la suspensión de las hojas en su cuerpo. Más bellas se volvían estas, que seguían cayendo a su alrededor. No soltaba a su amigo, y lo miró en un momento y le sonreía como siempre. Siguió meciéndose hasta que de manera parsimoniosa todo se detuvo. Bajó y caminó hacia una de las bancas. La limpió de la tierra que él mismo había dejado al pisarla hace un rato atrás. Se sentó y suspiró. Tomó una pequeña rama de árbol que había en el suelo y comenzó a dibujar. Trazó líneas por doquier y escribió además su nombre. Dibujó también a su amigo. Se encontraban volando al lado de muchas aves, juntos. Por lo menos eso es lo que él quería ver.
No obstante la sombra de esa hermosa tarde no olvidaba sus designios ni siquiera por la alegría de aquel niño. Junto con su globo rojo y el otoño continuaron dichosos caminando y conversando por la plaza, de un lado para otro, por entre los árboles, cuando advirtió de pronto una presencia. Paró en seco. Miró a la inmóvil sombra en frente. Se atemorizó un poco. Sostenía aun a su globo de rojo color. No lo dejaría ir. No lo soltaría por nada, pasara lo que pasara. Le agradaba rojo.
Un fuerte sonido envolvió el lugar. Rojo, su amigo, ya no estaba con él. Había desaparecido con el fuerte estruendo. La mano del niño perdía poco a poco su fuerza, y no dejaba de soltar aun el hilo que conducía al alma de su compañero. Y un nuevo estruendo en el oído del infante apareció, dándole vueltas en su frágil cabeza. Soltó completamente el hilo que hace unos segundos atrás pertenecía a su fiel amigo. No solo sus manos y su rostro decaían ahora, sino que todo su cuerpo. De rodillas cayó al frío suelo. La silueta enfrente de él permanecía quieta, preparada. El niño luchaba poco a poco con sus párpados y, mientras, caía hacia un costado. Se desplomó por completo: su cuerpo, su globo, sus juegos y sus sueños. Su hogar, borroso ahora, se veía a lo lejos. Pero el otoño nunca lo abandonó. Las hojas seguían descendiendo a su alrededor, la brisa continuaba jugando con sus cabellos, y el firmamento aparecía más maravilloso que antes, envolviéndolo. Y las lágrimas, antes que la muerte misma, nublaron sus ojos. Ya no veía nada más que un punto exacto en el cielo, entre los árboles y las nubes.
No podía ver a rojo a su lado. No sentía sus manos. No sentía a su amigo. Pero pensaba que no lo abandonaría nunca. Y veía el divino cielo manchado de hojas, y pensaba si quizás alguna vez su compañero subiría tan alto como las nubes. Pensaba si habría hojas que cayeran desde tan alto cielo. Sí, seguramente. Rojo habría subido hacia ellas ahora. Y acabó todo sin ver silueta alguna en frente de él. Solo las hojas teñidas de colores permanecían ahora a su lado. Y seguían cubriéndolo, desde el bello cielo gris de otoño.

31-03-2009

~ ¿Realidad ilusoria o irrealidad concreta? ~ (Por Lucas F)


Resignado, cerró el libro. No había caso, no era posible seguir así. Se puso de pie, tomó lo que era necesario de la habitación, su abrigo y se encaminó hacia el lugar que su deseo le señalaba.
Al subir al transporte todo le parecía distinto: las chimeneas humeaban un vaho púrpura que cubría el ambiente; las figuras se presentaban irregulares en la tierra y continuas en el horizonte, de manera que el medio en el que se movía en ese instante le parecía extraño, inabarcable e incomprensible.
"¿Cómo? si yo hago este recorrido todos los días". Luego, miró hacia el asiento junto a él y no había nadie..."Ya no está"- se dijo. El cochero le dijo: "¿seguro que desea ir tan lejos?". "Hasta el mismísimo infierno si es necesario"- respondió. El hablarle a un cochero con una capucha negra casi ni le inmutó, a pesar de que aquello no pertenecía a su realidad cotidiana.
En ese momento, en medio de la neblina púrpura que asediaba la irrealidad de su dimensión, vio un destello, un objeto que brillaba de tal manera que encandilaba a cualquier forma de vida que se atreviera siquiera a vislumbrarlo. Supuso que desprendía mucho calor, pues dejaba una estela incendiaria enorme a su paso, logrando que cada edificio que se situase en su camino maldijese el día de su concepción en el escritorio de algún arquitecto.
De alguna extraña manera reconoció al objeto. Trazó un rápido cálculo mental, como solía hacerlo, de la trayectoria de aquella pira voladora. Comprobó entonces, no sin terror, que se dirigía donde se ubicaba aquel objeto, ese cofre, que contenía lo que lo hacía humano.
"Deténgase"- le refirió suavemente al cochero. "Es imposible"- le respondió- "esto no va a parar jamás. Algunos viajan conmigo hasta el final del trayecto; otros saltan de la carroza y huyen, dependiendo de su suerte al caer". Pensó que su abrigo lo haría planear un par de segundos antes de caer al suelo. Simplemente, saltó, sin mirar atrás.
Al despertar, se sintió un poco atolondrado, pero armado del vigor suficiente para poner a salvo al cofre de una segura destrucción. Perdió a su abrigo en la caída.
Ignorando el frío o las dificultades que se le pudieran presentar, evadió los baches del camino y corrió. Corrió hasta que sus células se alimentaron de anfetaminas autoegeneradas. Finalmente, avistó aquel lugar en donde había depositado lo que el consideraba su tesoro más preciado. Abrió la puerta y allí la vio: se trataba de un ser que cubrió sus pupilas de un extraño júbilo, que no alcanzó a dimensionar o siquiera comprender. Jamás volvió a ver de la misma forma.
Era la musa de la poesía, la ninfa más preciada, el hada de las grutas. Sus ojos se dirigieron a los suyos, ya dañados, y él pudo verla y admirarla claramente. Bastaba ese brillo en su mirada y esa sonrisa inocente para saber que se trataba de aquella persona que jamás creyó ver: la que hallaría ese cofre, el cual modificaba sus tonalidades a azulejos de neón cuando lo tomaba entre sus pequeñas manos.
Lo que él no sabía es que justo en aquel momento el gigantesco proyectil etéreo encandiló a la muchacha, por lo que ella sólo alcanzó a ver su silueta. El calor insoportable le afectaba de sobremanera; él, al darse cuenta, corrió, la tomó entre sus brazos y cogió su intenso y precioso aroma. "Toma el cofre"- le dijo. "Pero no sé quién eres. Vine aquí buscando esta cajita, pero debo saber a quién le pertenece". Mientras hablaba se dio cuenta de que no podía ver con claridad, pues sus palabras se dirigían hacia otra dirección. "Primero debemos huir"- le dijo él finalmente.
Como un relámpago, la tomó y se alejaron de ese lugar. El proyectil impactó directamente en el lugar en el que se encontraba aquella pequeña cajita, la que lo impulsó a realizar las acciones que realizó.
La conmoción, el calor y el estallido terminaron por dejarla inconsciente. Con mucho dolor, comprobó que sus ojos se dañaron. Jamás podría verlo.
Entonces, concentró toda su energía restante, a la que el identificaba con su esencia, y la depositó en el cofre. Ésta adquirió, entonces, tonos rojos y purpúreos, pues al parecer se adaptó a la energía de la muchacha, que distinguía de ese color.
"No sabrás quién soy"- le susurró suavemente, mientras ella permanecía en su estado de inconsciencia. "Estoy plenamente seguro de que esto cuidará de ti" y procedió dejando el cofre sobre su vientre. Fue así como, sin que ella se diera cuenta siquiera, que él le robó un beso de su preciosa boca. Luego, tiernamente la dejó sobre un lecho que fabricó, la besó en la frente y admiró su rostro por última vez, mientras una gota de agua salada recorrió la mejilla de la chica. No estaba cerca el mar y tampoco le pertenecía a ella.
Se puso de pie, deseando que ella abriera el cofre y lo percibiera, entendiera, se pusiera de pie y pudiera verlo. No dio vuelta atrás. No lo sabrá.


Nota: Cuento escrito por el magnánimo amigo Lucas Fernández.

~ Un alma vagabunda ~ ( Por Jesús M)


Un alma vagabunda
Dejaste al irte
Un alma a media oscuridad
Absorta, sangrante
Que lamenta al no encontrarte
No tiene respuesta
A la lógica interrogante
Y lucha sin vida
Para encontrar una salida
Del pozo de herencia
Y me miro con vergüenza
Al verme despreciable
Por tu abandono respetable

Un alma vagabunda
Me siento y entiendo
Que busques nuevos horizontes
Que otorguen
Lo bello que nunca podría yo darte
Comprende y entiende
Que solo soy un caminante
De sueños y anhelos
De tu búsqueda constante
Y te pierdo hasta en sueños
Apaga la luz y hasta luego…


Nota: Canción escrita por Jesús morales, una gran alma amiga.