11-10-2010

~ Navega Henrique ~

Pocos minutos para las siete. Mientras la puesta de sol se escondía lentamente en el horizonte y pintarrajeaba las nubes de un tono apasionado, rojizo, en El anzuelo se hablaban muchas cosas de Henrique. Podían escucharse cuestiones de fútbol, de casorios, de vergüenzas y carcajadas, y hasta chismes cercanos o no a lo real. Eran sus más queridos amigos quienes se concentraban para mencionarlo con cada vuelta de la cháchara, tirando de él para que volviera a danzar entre sus lenguas. El cojo, el Orlando y el Pito. Con sus jarras de cerveza en sus manos, entre risotadas y múltiples historias eternamente olvidadas y repetidas por ellos, se mantenían sentados al borde del piso, con las sillas balanceándose como olas, afirmándose junto al resto, con los que intentaban hacer rendir la meza circular que sostenía sus cuerpos borrachos. Para ellos Henrique era un muy buen hombre. Su casi infidelidad con Esperanza era uno de los escasos materiales exquisitos con el cual podían hincharlo. Sabían que ya era la hora de que volviera a casa. Y sabían también que después de pasar tanto tiempo con la otra, la señora Amalia estaría ya impaciente.
Volvía muy tranquilo, mirando el agua calma, oyendo el susurro del mar, sintiendo la corriente. Hacía mucho frío. El gorro de lana café que tenía era su consentido infaltable. Era un regalo que le había hecho su mujer y nunca en todos sus viajes desde aquella vez lo había desatendido en casa. La jornada había estado bastante buena, complaciente, y había logrado vender todo lo que disponía sin pérdidas. Traía comida y fantasías para sus niños. Se sentía satisfecho. Disfrutaba sereno cada vez la travesía de vuelta a su hogar, pues lo esperaban su mujer y sus cuatro pequeños infaltablemente en la puerta o en las ventanas, mirando el oleaje a por su silueta. De entre medio de las olas, les traía sorpresas a sus pequeños, quienes encantados escuchaban las historias que Henrique tenía para contarles acerca de otros puertos, de otras tierras, y conocer rocas y objetos del mundo, en donde ellos irían el día de mañana. Desde su interior, su padre se lanzaba a la mar buscando el futuro, el de sus hijos. Su hogar era la dimensión real en donde descansaba, en donde existía con otras personas, en donde desplegaba sus sentimientos y los hacía florecer para de alguna manera poder cerciorarse de darles una sonrisa a Amalia y a sus niños. En cambio, el mar era su riqueza y su lugar mítico de chico, con el que podía trabajar por sus sueños y a su vez, donde se sumergía y navegaba sin preocupaciones. El mar era su gran ilusión. Y esa ilusión la compartía también con ella, Esperanza. Y ese era el motivo del porqué hablaban de él sus queridos compañeros de noches y de licores.
Ancló la barca. Era él. Había llegado. Cada día lo esperaba ansiosa, preocupada por sus descuidos. Venía sano, cansado,  y caminaba, luego de haber sacado todas sus cosas, hacia donde estaba ella. Se miraban mientras esperaban el contacto, fijamente, sonriendo, con la puerta de la casa entreabierta, queriéndose decir muchas palabras. Henrique se acercó a ella, dejó la bolsa que tenía sujeta en su mano derecha y la abrazó y besó. Frotaron tiernamente sus narices. Otro beso. Sus hijos salieron gritando segundos después solo para rodear a su padre, decirle que lo querían y extrañaban y entregarle un caramelo que les había regalado el Checho en la tarde. Le tironeaban el chaleco y lo abrazaban por las piernas. Estaban felices. Eran felices. Tenían todo lo que necesitaban. Confiaban en la tierra, el mar y su amor.
El anzuelo era un lugar muy recurrido por los pescadores. Cuando tenían tiempo libre en las tardes se dirigían a ese lugar, a compartir historias conocidas y tomarse un par de tragos calientes. La de la casi infidelidad de Henrique era recurrente entre sus amigos, el Cojo, el Orlando y el Pito, a quienes les sorprendía aún hoy que un hombre tuviera a tal nivel un segundo amor como el de Esperanza. Para el más apasionado del grupo, su gran nave, la de sus sueños, lo había acompañado en sus travesías por el cielo azul desde chicos. Muchas cosas compartidas, ella y el mar, todos lo sabían. Incluso Amalia. Pues se podía ver claramente, desde una de las ventanas que dan al mar en El anzuelo y desde el hogar de Henrique, cómo aquel hombre mantenía limpia y muy bien pintada a su barca, con fineza y cariño, cada día luego de comer. En una tarde brumosa, con cantos y risas desde El Anzuelo, y con caricias y besos desde un hogar de pescador, se podía ver claramente mientras se mecía con el oleaje esperando a Henrique, en uno de los costados de la barca de aquel hombre, un reluciente y brillante color negro. Escribía allí el nombre ‘Esperanza’.