12-04-2009

~ El habitante de los ojos ~


Al regresar me sorprendieron los cambios. El tipo urbano se hacía notar mucho más que en aquellos años, en donde la escasa intervención en los alrededores era gratificante. Era algo de esperar después de todo. No pude encontrar mi casa. Lógicamente la habían demolido, y ahora se alzaba en su lugar un muy útil minimarket. Que triste cosa es esta, en donde los recuerdos no son útiles más que a quienes les pertenecen e interesan. En este caso era solo yo, quien volvía en búsqueda de un silencioso día lejos del presente.
Recorrí un poco el barrio, caminando lentamente por la avenida central a la cual le habían cambiado su nombre. Era una agradable mañana por suerte. No había muchas personas transitando a esas horas, y de todas maneras la tranquilidad era mayor que la existente en la capital. Por lo menos algo era algo. Aunque la identidad nostálgica de mis mejores años ya no se encontrara conmigo, la inventaría en algún lugar.
Mis pasos me dirigieron a aquel lugar que tantas ansias me provocaba desde niño. Ya estando alejado del pueblo pude encontrar nuevamente el sendero que tantas ilusiones prendió en mí durante mis aventuras de pequeño. Mágicamente podía divisar también al árbol. Sí, aquel enorme que dio inicio a todo en un día cualquiera. Se encontraba allí, en los lindes del bosque, en el sendero protegido de todo, del olvido, del reemplazo, de la destrucción. Se encontraba tal cual antes. Tan alto, majestuoso, bello y misterioso. Un vivo fragmento de la tierra prometida que ha sido arrancada por humanos. Me senté en el lugar, saqué una cajita de mi mochila y abracé su contenido. Observé.
Escapaba de mi padre aquel día. Sabía que vendría a buscarme. Pero no quería verlo por un rato. Corría hacia el bosque llorando, cuando me detuve frente al gran árbol. Me parecía acogedor. Me acerqué al enorme natural que tenía enfrente y me senté bajo sus sombras para tranquilizarme como siempre. Luego, observé alrededor como descubriendo los detalles que habían sido puestos ahí para mi. Me distraía. Todo de un buen verde, iluminado, de suaves sensaciones. Mis lágrimas comenzaron a detenerse y, en cambio, mi sonrisa marcaba cada vez más mi entorno. El pasto, los arbustos, los árboles. Qué bellos cantos los que propiciaron las aves desde lo alto de la frondosa bóveda. Mi entorno en conjunto sumió a mi conciencia en su realidad misma, convirtiéndome en un ente más de su corriente. Pertenecía a ellos ahora. Y comencé a ver claramente la esencia que manaba de sus formas.
Un pequeño hombrecito pisó mi mano de pronto. Sonreía, y se tomaba el bello gorro que le cubría su cabeza mientras saltaba alegre sobre mi brazo derecho. Usaba ropajes bastante peculiares, de tonos extraños, y sus colores se fundían a veces con los del paisaje mismo. Lo rodeaba una extravagante luminaria. No me asustaba, pues la paz que transmitía con cada uno de sus gestos era reconfortante. Me miró en un momento sin parar de sonreír y sacó de sus manos un extraño polvo que dispersó rápidamente por todo el lugar. Todo brillaba como nunca antes. Era de un color dorado, y los rayos del sol creaban formas al reflectar en las partículas de polvo que danzaban sobre mi cabeza. Centauros, unicornios y dragones. Fue un espectáculo para nunca olvidar. Recuerdo que luego, mientras seguía embobado con las formas relucientes, tocó mi nariz con una pequeña hoja, hecha a su propia medida, y me la tendió. La tomé, agradecido de aquel regalo, y en el mismo instante en que hice contacto con ella todo el lugar cambió radicalmente. Como una onda expansiva se repletó de formas inimaginables. Nos observaban. Caminando por entre las ramas, corriendo entre los pastos, flotando de aquí para allá, escondidos algunos detrás de las flores, las piedras, o los arbustos. Pertenecían al bosque, y al igual que el pequeño duende, complementaban con magia la realidad. Lo miré, extrañado, y me devolvió ya no una sonrisa, sino una conmovedora despedida.
Oí mi nombre. Era papá. Sabía donde encontrarme. Me volví y allí estaba, esperándome. Me levanté, sacudí mis pantalones, y caminé lentamente hacia él. Todo se había desvanecido. Antes que mi padre me viera ya se habían esfumado todas mis ilusiones. Ese día volví a casa dándole vueltas al suceso. De ahí en adelante cada vez que volvía a aquel lugar para intentar encontrarme nuevamente al hombrecito del gorro rojo nunca pude lograrlo. Y anhelé ese encuentro el resto de mis días.
Ahora, 20 años después, vuelvo a intentarlo. Mi vida pareciera sucumbir y en momentos tan duros como los que he pasado en este último tiempo todo lo que necesito es una bocanada de mis buenos inocentes recuerdos. Necesito recordar detalles hermosos para volver a confiar en la vida. Y sentado bajo el gran árbol sostengo entre mis manos, envuelta en un suave paño de seda, una hoja muy pequeña y peculiar. Una vez más lo intentaré. La destapo, la toco delicadamente y observo mi alrededor…

1 comentario:

٩๏̯͡๏)۶ Ricardo (Zeta) dijo...

Emmm me gustaría haberte dicho "si no va a pasar nada poh, si te vieron con el enemigo, los adultos retones y ahora eres uno de ellos... ojalá apareciera el duende (que me lo imagino como ese irlandés de los simpsons) y te clave un cuchillo"

Pero ahora que lo pienso, apareció porque tenía miedo y ahora aparecerá porque tiene miedo de perder la vida, el valor de la vida.

Melancólicamente fleto.