03-12-2010

~ Laguna entre dimensiones ~

Si descendieras poco a poco, pasando por entre las nubes justo en ese instante de silencio, me verías sentado, meciendo las piernas a orillas de una gran laguna entre las dimensiones. Me verías pensando, recordando cosas, personas quizás. Estaría con mis brazos quietos, con las palmas abiertas y con una de ellas abrazando el suave césped que me acogería. Seguiría meciendo las piernas lentamente mientras bajas a mí lado, y mi mirada seguiría fija en la laguna, eterna e infinita a la vez que grandiosa y temerosa. Permanecería allí, solitario y esperando, intentando dibujar un sueño, mientras la brisa me susurraría un encuentro. Compañía, que bien nos sonaría.
Una brisa y una sonrisa. En el crepúsculo cálido se iría mostrando la sociedad en colores pasteles, desgarrada cada vez más junto al Sol que descendería. Yo la seguiría anhelando con cuidado y extrañeza, hasta el final del día, de la vida misma. Verías entonces mi rostro de confusión y quizás, solo quizás, me verías preguntarle a algún zorro viajero del lugar en qué consistió tal fascinante escena desvanecida, y en cómo puedo lograr reencontrarme con ella. Solo allí, y en ese preciso momento, te recomendaría recordar tales palabras sabias dichas por la hermosa bestia a tu sombra, pues correría el riesgo yo de que la noche y el tiempo me arrebataran el significado pintarrajeado con entusiasmo. Es por eso que, amigo mío, por favor, si desciendes hacia donde me encuentro alguna vez, te pediría que conservaras la fotografía de aquello en ti, pues el descanso y la Luna, por más que intentara nadar cada vez hacia allí, no me darían tregua ya a mi gran cansancio.
Y si bajaras y me vieras ya nadando sin aliento hacia una esperanza perdida, pues me verías de espaldas en el agua muy tranquila, con los cálidos rayos del sol dándome energías, y con la pura visión del cielo entre mis manos alzadas y abiertas. Mis lágrimas se confundirían con el vasto océano del que sería parte y que me envolvería, y hacia el que me dirigiría dejando todo aparte. Saludos al viajero, te diría mientras corres, y te darías cuenta que donde mi mano se aferraba antes al suave césped había quedado una pequeña vieja fotografía. La tomarías, y recordarías conmovido mi rostro infante lleno de sonrisas y sin lágrimas algunas. Adiós, te diría entonces alado viajero, pues ni el tiempo ni el lugar esperan ya más por mi o por ti. Ni por todos. La imagen que lograrías captar antes de sumergir mi cabeza en el regocijo de mi propio corazón, sería a mí con los brazos estirados hacia lo alto como intentando aferrarme a algo lejano, borroso en lo alto, que ya no distinguiría. ¡Ven, por favor amigo mío! Te imaginaría antes de cerrar los ojos, si aún te quedaran alas para seguir, con tu mano sencilla y atenta, levantándome hacia el respiro del día. 
Gracias. Y solo cierra tus ojos ahora para cerrar también las páginas de una melodía nostálgica ya olvidada…


11-10-2010

~ Navega Henrique ~

Pocos minutos para las siete. Mientras la puesta de sol se escondía lentamente en el horizonte y pintarrajeaba las nubes de un tono apasionado, rojizo, en El anzuelo se hablaban muchas cosas de Henrique. Podían escucharse cuestiones de fútbol, de casorios, de vergüenzas y carcajadas, y hasta chismes cercanos o no a lo real. Eran sus más queridos amigos quienes se concentraban para mencionarlo con cada vuelta de la cháchara, tirando de él para que volviera a danzar entre sus lenguas. El cojo, el Orlando y el Pito. Con sus jarras de cerveza en sus manos, entre risotadas y múltiples historias eternamente olvidadas y repetidas por ellos, se mantenían sentados al borde del piso, con las sillas balanceándose como olas, afirmándose junto al resto, con los que intentaban hacer rendir la meza circular que sostenía sus cuerpos borrachos. Para ellos Henrique era un muy buen hombre. Su casi infidelidad con Esperanza era uno de los escasos materiales exquisitos con el cual podían hincharlo. Sabían que ya era la hora de que volviera a casa. Y sabían también que después de pasar tanto tiempo con la otra, la señora Amalia estaría ya impaciente.
Volvía muy tranquilo, mirando el agua calma, oyendo el susurro del mar, sintiendo la corriente. Hacía mucho frío. El gorro de lana café que tenía era su consentido infaltable. Era un regalo que le había hecho su mujer y nunca en todos sus viajes desde aquella vez lo había desatendido en casa. La jornada había estado bastante buena, complaciente, y había logrado vender todo lo que disponía sin pérdidas. Traía comida y fantasías para sus niños. Se sentía satisfecho. Disfrutaba sereno cada vez la travesía de vuelta a su hogar, pues lo esperaban su mujer y sus cuatro pequeños infaltablemente en la puerta o en las ventanas, mirando el oleaje a por su silueta. De entre medio de las olas, les traía sorpresas a sus pequeños, quienes encantados escuchaban las historias que Henrique tenía para contarles acerca de otros puertos, de otras tierras, y conocer rocas y objetos del mundo, en donde ellos irían el día de mañana. Desde su interior, su padre se lanzaba a la mar buscando el futuro, el de sus hijos. Su hogar era la dimensión real en donde descansaba, en donde existía con otras personas, en donde desplegaba sus sentimientos y los hacía florecer para de alguna manera poder cerciorarse de darles una sonrisa a Amalia y a sus niños. En cambio, el mar era su riqueza y su lugar mítico de chico, con el que podía trabajar por sus sueños y a su vez, donde se sumergía y navegaba sin preocupaciones. El mar era su gran ilusión. Y esa ilusión la compartía también con ella, Esperanza. Y ese era el motivo del porqué hablaban de él sus queridos compañeros de noches y de licores.
Ancló la barca. Era él. Había llegado. Cada día lo esperaba ansiosa, preocupada por sus descuidos. Venía sano, cansado,  y caminaba, luego de haber sacado todas sus cosas, hacia donde estaba ella. Se miraban mientras esperaban el contacto, fijamente, sonriendo, con la puerta de la casa entreabierta, queriéndose decir muchas palabras. Henrique se acercó a ella, dejó la bolsa que tenía sujeta en su mano derecha y la abrazó y besó. Frotaron tiernamente sus narices. Otro beso. Sus hijos salieron gritando segundos después solo para rodear a su padre, decirle que lo querían y extrañaban y entregarle un caramelo que les había regalado el Checho en la tarde. Le tironeaban el chaleco y lo abrazaban por las piernas. Estaban felices. Eran felices. Tenían todo lo que necesitaban. Confiaban en la tierra, el mar y su amor.
El anzuelo era un lugar muy recurrido por los pescadores. Cuando tenían tiempo libre en las tardes se dirigían a ese lugar, a compartir historias conocidas y tomarse un par de tragos calientes. La de la casi infidelidad de Henrique era recurrente entre sus amigos, el Cojo, el Orlando y el Pito, a quienes les sorprendía aún hoy que un hombre tuviera a tal nivel un segundo amor como el de Esperanza. Para el más apasionado del grupo, su gran nave, la de sus sueños, lo había acompañado en sus travesías por el cielo azul desde chicos. Muchas cosas compartidas, ella y el mar, todos lo sabían. Incluso Amalia. Pues se podía ver claramente, desde una de las ventanas que dan al mar en El anzuelo y desde el hogar de Henrique, cómo aquel hombre mantenía limpia y muy bien pintada a su barca, con fineza y cariño, cada día luego de comer. En una tarde brumosa, con cantos y risas desde El Anzuelo, y con caricias y besos desde un hogar de pescador, se podía ver claramente mientras se mecía con el oleaje esperando a Henrique, en uno de los costados de la barca de aquel hombre, un reluciente y brillante color negro. Escribía allí el nombre ‘Esperanza’.


26-02-2010

~ Adiós Pepe ~


Sacamos las tuberías más chicas y los trozos más pequeños de cobre que sobraban ahí. Sin hacer ruido nos volvimos subiendo la pandereta. Pepe subió primero, recibió las tuberías y luego me ayudó a subir a mí. Nos agarramos de las ramas del gran árbol que nos facilitaba el paso al patio del tío Lalo a través del techo de su casa. Era nuestra segunda vez. Nunca supimos que el tío Lalo se daba cuenta de aquello, hasta mucho después, conversando, ya estando grandes. Aquella vez, con las cañerías de cobre por segunda vez en nuestras manos y habiendo ahorrado algo de dinero, las vendimos solo para comprar lasaña. Compramos dos paquetes. Fuimos a mi casa y se la dimos a mamá para que nos la preparara. Por favor. Le dijimos que los abuelos de Pepe le habían dado ese dinero. Estos cabritos. ¿Quieren la lasaña pelada? Ay dios. Partieron a comprar lo que falta. Salsa de tomate, queso ¿Qué más? Vaya a enterarme yo de que andan haciendo cuestiones por ahí, van a ver. Volvimos. Al rato un grato olor salía de la cocina. Qué ansiedad teníamos. Esperamos jugando a las bolitas en el patio. ¡Chita! Se lavan las manos antes de comer. No hay repetición así que coman harta ensalada, para eso están. Gracias a mamá comimos todos muy bien ese día. La lasaña estaba deliciosa. Mamá nunca hacía lasaña pues éramos muchos y salía muy cara. Pepe la probaba por primera vez. Le encantó. Fue toda una experiencia junto a él. Lo recuerdo bien.
Y volví a pensar en el maldito momento que nuevamente se nos venía encima. Corriendo, apedreando a las bestias, escapando. Gritando en conjunto. Nos escondimos en un edificio que nos abrió las puertas fugazmente, como una sorpresa que no podía llegar en un mejor momento. Una anciana de bajo volumen y estatura nos decía que nos apuráramos a entrar, que tuviéramos cuidado con nuestras locuras, del día a día, que cómo no pensaban en que éramos solo unos jovencitos. Dios santo. No, si los vi cuando les tiraban los caballos encima. No se vayan todavía. ¿Quieren? Tengan cuidado por favor allá fuera. Gracias. Estaremos bien. Como son las cosas hoy. Esperamos un poco y salimos luego por detrás, apurados, cuidando de que las marraquetas que la señora Irma nos había regalado no se nos escaparan de entre las manos. Eran un tesoro. Ella y el pan. No comíamos desde ayer por la noche. El queso sabía increíble, como nunca antes. Habíamos salido temprano hoy y corriendo se gasta energía pues compañero, no sabré yo. Seguíamos moviéndonos, sigilosos por entre los pasajes, compartiendo la bolsa de pan verde, y hablando cada cosa que se nos ocurría por ahí. Insultos por aquí y por allá. No nos van a hacer hueones. Se dispersaron todos ya. Sigamos hasta el parque de encuentro y veremos. ¿Han visto a Pepe?
Pepe, en medio del caos, había escapado hacia el lado contrario a nosotros. Eso fue lo único que logré ver antes que volviera la mirada. Sus ojos calmados y su convicción aún los recuerdo bien. Pepe. Luego supimos que lo pillaron entre varios mientras intentaba tirar unos camotes a uno de los guanacos que intentaba empaparnos de sudor. Sabía que lo pescarían. Sabía que haría una vez más la escenita del héroe que se enfrenta cara a cara a la violencia maquinizada, controlada y que intenta hacer el papel de pacificadora barata. ¡Suelta! Miren, pacos culiaos. Un codazo, patadas, manotazos. Lo que Pepe no sabía era que lo subirían a la micro y lo golpearían como nunca antes. Lo conocían. Supimos esto horas después por Carlos que también lo habían agarrado. Observaba inquieto lo que pasaba frente a él. Impotencia. Paredes se llamaba el paco. Sí, supimos que él había sido quien lo azotó contra el suelo y quien le hizo perder la conciencia. Sí, el mismo que luego tomó la luma y, como envuelto y consumido por una locura inducida por el mismo poder, totalmente ciego, garabateó a todos los que seguían allá fuera imaginando aún que el noreste de Santiago desaparecía dejando tras de sí la equidad. Luego, le golpeó una y otra vez fuertemente la cabeza a Pepe. No supimos cuántos golpes fueron, pero según Carlos fueron interminables. Los percibió así. Horrible. Para hueón, que lo vas a matar culiao. Por la cresta. Me lancé. Entre dos pescaron al paco y lo separaron del lugar en donde se encontraba el cuerpo agonizante de Pepe, mientras otros dos me agarraron a mí. Ensangrentado el paco. El piso manchado, él sin reacción alguna. Atónitos todos, gritaba como loco. Parecía como si en ese momento les hubiera vuelto la humanidad, como si el shock fuerte les devolviera la conciencia de todos sus actos y sus motivos. ¡Te dije! ¡La van a cargar con todos ahora! Pepe tenía razón. El shock de ver el mundo de la manera en que nos la muestran hoy en día es tan fuerte que paraliza nuestra subjetividad, encadena la creatividad del ser humano como entes activos en una relación social real, enlazada a través de las consecuencias de cada existencia en función del resto, con el resto y para el resto. Suele pasar, hasta que un balde de agua fría te despierta, tristemente, tal como este. Lo que mató a Pepe fueron sus ideales contrarios, ningún ser humano en particular, sino la estructura social misma en donde se intentan los cambios. Lo que mató a Pepe fue un ideal distinto de vida.
Aquella jornada terminó como siempre. No resultó en nada. Sólo para mostrar en televisión los disturbios en las calles del centro de la capital por jóvenes universitarios vándalos que buscaban no sé qué cosa, no me acuerdo qué dijeron los muy imbéciles. Perdimos a Pepe. Pepe ya no está. Creo que fue la única tarde que vi llorar al grupo completo, sin parar, desconsolados, sabiendo que todo ocurrió por intentar creer desesperados en que lo diferente puede tener un espacio en nuestra sociedad. ¡Nuestra! Sabíamos que todo ocurrió como a Pepe le gustaba que ocurriera. Activo, siempre. Sí, ocurrió como cada jornada que, al terminar, le dibujaba una sonrisa en la cara que nos regalaba de despedida. Nos vemos compañeros. Cuídense, los quiero harto. Sí, nunca olvidó despedirse y saludarnos. Pepe, el de la bicicleta del hoy y el de los sueños del mañana.
Repartía volantes. La última vez que lo había hecho por cinco mil pesos las dos horas fue con él. Aquella vez él repartía más efectivamente que yo. Nos reíamos. Bromeaba con el atractivo de su anillo, que usaba en la mano izquierda. Justo en el centro de su círculo estaba escrito “De las cosas posibles se sabe demasiado”. Mira. ¿Ves? Lo besaba siempre. Era como un gran amuleto. Yo nunca había llevado anillos, ni collares, ni pulseras. No eran de mi agrado todavía en esos años jóvenes. Ese día, cuando le dije que era injusto que él se vaciara antes que yo de los volantes siendo que yo estaba en el lugar donde pasaba más gente y más autos, me dijo que probara a entregarlos con su anillo deslumbrándome la mano, mi persona, mis pensamientos y la corriente de energías de mí alrededor. Qué bobadas dices. Apuesto que funciona. Seguro funcionará. Payaso. Terminamos juntos de repartir. Luego fuimos a beber unas cervezas. Me decía que su abuelo le había regalado ese anillo días antes de morir. Por eso era tan especial, tan importante. Era un recuerdo vivo de él. ¿Qué hacía tu abuelo? Era un viejo campesino y obrero. De los grandes del sur. Esforzado el viejo. Conversamos largo rato. Seguíamos con la cerveza. Me contaba de su infancia, de su familia. Nos acordábamos de cada cosa que pasamos juntos. Sí, te echaban la culpa de todas las mañas que aprendía. Jajajaja. El Pepe te lo enseñó. El Pepe aquí, el Pepe allá. Nos despedimos al rato y no se aseguró de pedirme el anillo. Solo me sonrió y se despidió como siempre. Sabía que lo tenía.
Tres días después, mientras la mayoría escapaba de los pacos luego de una marcha y protesta, Pepe corría solo, pensando quizás en qué cosas, sin el anillo puesto en su mano izquierda, en la cual llevaba a cambio una enorme piedra. Combatió, solo. Al rato después fue muerto por un paco dentro de la micro, indefenso, golpeado, observado por ellos. Quiero seguir imaginando. Quiero seguir sintiendo la adrenalina de observar cosas nuevas. No. Pero lo recuerdo a él y sus palabras.
Veo la foto. Cierro los ojos. Los abro. Es Pepe. Viene en bicicleta. Me dice que tire los volantes. Los tiro. Me subo tras de él. Comenzamos a andar. Me cuenta qué ha hecho todo este tiempo, sus aventuras. Se ríe. Tanto tiempo. Sigues como siempre muchacho. Sí. Tu igual. Podríamos ir a la playa y olvidarnos de todo esto. ¿Te parece? Dale. Olvidarnos por un instante de que tenemos que hacer lo que tenemos que hacer. Olvidarnos y recordar por lo que estoy aquí. Recordar y proyectar las múltiples historias por oír, imposibles bellezas que aguardan en nosotros. Perdámonos por un día en una corriente distinta, la de las olas calmas que agitan el océano vasto que nos rodea...
Y él fue Pepe, el del anillo. Ahí está en la foto. Aquí también. Ayudábamos a una vecina a regalar sus gatitos. Eran muchos. Aquí fue cuando nos compramos la primera bicicleta. Nos costó mucho. Con ella después íbamos a todas partes alardeando que teníamos un medio de transporte único. Aquí estamos con el grupo, ya grandes. Leíamos cada cosa. Ansiábamos aprender, saber. Éramos una gran familia unida, soñadora. Éramos como hermanos. Sí, lo extraño mucho. Lo que más recuerdo son estas palabras. ¿Qué significan? Significan que debo enseñarte a contar las cosas de las que la gente poco habla, aquellas luces lejanas que ronronean en nuestros sueños acariciando las ilusiones mientras dormimos. Aquellas que son las más, las espléndidas vitaminas juveniles, los motivos del futuro, de uno para ti, contigo, para mí. Sí, esas que son ideales. Ahhh, significan que a la gente le falta soñar. Algo así. ¿Mi amigo Pepe? Sí, era raro. Tendía a pensar cosas como esas. Lejanas, pero familiares. Ah, olvídalo. Lo comprenderás a su tiempo. Cierra el álbum. Adiós Pepe.

13-01-2010

~ El equívoco amargo de la sustancia ~


Pareciera como si el silencio y los cantos nocturnos coordinaran con las calmas ráfagas que revolotean entre mis piernas, suavizando mis pasos. Hoy he vuelto a este lugar extranjero, curioso, centro de memorias, desbordamientos, de quiebres totales. He vuelto en búsqueda de energías, mismas que comenzaron a desvanecerse hace tantos años atrás en una noche de diciembre, semejante a esta. Solo. Supe que en el mundo hay sensaciones que devoran veranos enteros, que te vuelves individualista y desunificas las emocionantes memorias.
Si no fuera por ti volvería a preferir estar en lugares como este, lejos de la aglomeración caótica característica de los nuevos tiempos, y comenzaría a tomarle nuevamente un buen gusto a la percepción lenta del tiempo, a cómo una flor y todo el resto de colores del entorno me atraviesan la existencia misma, afortunada para mi, que irrumpe su momento.
Ya no es así. Casi he olvidado los buenos momentos. Casi he olvidado tu silueta atenta. Como una sombra apareces para recordarme la buena vida que he llevado, solitario. Ahora, sentado y perdido, no hago más que imaginar maravillosas tierras, lejanas, extrañas. Tuyas. En la orilla de un acantilado en los verdes cerros del sur, con la brisa del mar confundiéndose con la humedad de mis lágrimas, te recuerdo de manera casi increíble...

Buscábamos a un hada. Me dijiste que la habías visto posándose en las flores doradas de un diminuto jardín más allá de la gran roca. Corríamos sin parar. Expectantes e impacientes, jadeando, dejábamos nuestras miradas en nuestros pies y en el camino, acelerando todo, doblando, saltando un hoyo, pegándole manotazos a las ramas que se interponían con nuestras cabezas. Recuerdo que la brisa del mar refrescaba nuestros rostros empapados de sudor en aquella noche de diciembre hace catorce años, de niños. Las estrellas no hacían más que adornar el episodio que llevábamos acabo como nunca en nuestras frágiles vidas, y el firmamento noctámbulo era nuestra cubierta que nos escondería de ser sorprendidos.
El sonido de los insectos nos acompañaba. Los pastos, las flores, los árboles y todo tipo de piedras en el camino formaban el paisaje que rápidamente pasaba, una y otra vez, nocturno. El viento movía la espesura. Las sombras parecían saludar nuestra llegada. Que miedo sentí. Llegamos a la gran roca, sector desconocido, límite impuesto para nuestras andanzas por el cerro por nuestros padres. Algo fuera de la rutina. Seguimos. Más que nunca los latidos de mi corazón se hicieron notar, fuertemente. Me detuve unos segundos. Miré alrededor silencioso. Las aves parecían murciélagos de pronto y nosotros en medio de un claro de un bosque a la espera de ser comidos por un licántropo sediento de tierna sangre. ¿Qué hacíamos ahí? Volviste donde me encontraba, tomaste mi mano de pronto y me guiaste durante el recorrido final hacia el jardín de flores doradas del que me habías hablado, despreocupándome con tus palabras. Recuerdo que hasta ese momento todavía sentía tus manos cálidas, acogedoras, hijas de las cenas familiares que celebrábamos cada año antes que dieran las doce de la noche. Hermosa. Teníamos que llegar pronto a casa a por aquel encuentro, de lo contrario nos llevaríamos el primer gran reto del nuevo año.
Volvimos a acelerar el paso. Yendo a tu lado, de pronto tropecé con la gruesa raíz de un gran árbol a la orilla del camino, imponente, como quien desafía mi presencia en tal santuario natural al que disponíamos profanar. El camino rocoso dañó mis manos, mis brazos y mis rodillas. Quedé empolvado y adolorido. Volteaste, viniste hacia a mi y me ayudaste a ponerme de pie. Mi rodilla izquierda sangraba. Me dolía, pero no demasiado. La palma de mis manos ardía mucho más incómoda, y no tenía agua con la cual renovar mi piel atormentada. Me dijiste que volveríamos a penas comprobara lo que me habías contado con mis propios ojos. Vale. Ahora, flemáticos, continuamos acercándonos al lugar destinado. Cuidadosos, llevabas tu brazo rodeando mi espalda. Eras mi enorme apoyo.
Cuando finalmente, agotados y deseosos, nos detuvimos frente al jardín dorado que resplandecía, quedamos pasmados en nuestros pies. Respirábamos inquietos, sorprendidos de lo que veíamos en ese momento. Ahí estaba la criatura, pequeña traviesa, moviéndose entre las flores como una gran chispa, plateada, aterradora. Pensé en la posibilidad de que pasara lo que estaba pasando en ese instante frente a nuestros ojos. No podía concebir, no en esos años, la complejidad de una revelación como esa, una imposible. La confusa naturaleza debe tener grandes facultades para hermosear la realidad de esta manera o bien, para volverla defectuosa. Sin duda el hada era una fiel muestra de aquello.
Te acercaste a ella de pronto. Yo inmóvil, temeroso, no logré articular otro movimiento que extender mi brazo para intentar detenerte. Inútil. Ninguna palabra dije. Silencio total. Solo el batir de las alas del hada resonaba casi imperceptible junto a tus pasos cuidadosos hacia el jardín. De alguna manera, todo lo que el hada dejaba atrás con su vuelo parecía tornarse de un color sepia, ajeno al real. Pero no podría asegurar aquel suceso. No.
A diez metros de ti solo pude observar la escena más terrible que sobrellevaría luego en mi vida. Sí, lo que marcaría el desarrollo de mis decisiones de ahí en adelante. Resulta que el hada detuvo su vuelo, al parecer, cuando atendió tu presencia extraña. Tú detuviste tu caminar. Me disponía a llamarte, fuerte, pero mi visión comenzó a flaquear. Y no solo ella, sino que mi cuerpo entero se desvanecía lentamente respondiendo a un estímulo forastero. Ustedes permanecían inmóviles. Sus alas y tu figura. Yo cayendo al piso de repente. Y al pestañear un instante todo a mí alrededor se había tornado de un tono ocre rojizo, solo unos segundos antes de desmayarme. Cuando mi visión ya estuvo casi completamente obstruida, ya no había ni hada ni tú en frente. Fue la última vez que te vi. Te arrebató de mi lado para siempre. Cuando desperté, las flores dejaron de ser doradas. El destello de la criatura ya no iluminaba más. Yo había observado aquello y nadie más podía comprobarlo. Nadie más que yo habló de tu desaparición. A nadie más que yo aborrecieron por tu muerte, por insistir en el tema, el cuál osaron algunas personas decirme que ni siquiera había ocurrido por el simple hecho de que ni siquiera tu presencia existía. Tú, para ellos, no habías sido.

Nadie más que yo vuelve ahora a este lugar, nuestro lugar. Sentado en la gran roca creo que es tiempo de volver a encontrarme con aquel jardín, extraño y lejano. Volveré a hacerlo. Me paro y camino con parsimonia. Son casi las diez de la noche, tal cual hace catorce años. La luna ilumina mis pasos por el cerro. Las estrellas en el firmamento rememoran. Y sigo avanzando lento sin parar en ningún instante. No dejo de pensar en ti. No dejo de pensar en cómo hubiese sido si todavía estuvieras aquí conmigo.

Me detengo. El jardín está en frente mío. Brilla, dorado. Quedo sin habla. Veo una figura en él, quieta, diminuta, resplandeciente. Avanzo lento. Su estatura comienza a aumentar a medida que me acerco a ella. Extraño. Yo pareciera encoger. Y la veo. Ninguna hada puedo ver más que a ti, recostada encima de las flores, durmiendo tranquila, cómoda al parecer. Estoy soñando. Me mantengo de pie, inmóvil, temeroso, impaciente por tocarte, por ver que estás aquí, conmigo, cálida, acogedora, tal como antes. Te despiertas y me ves. Te veo despierta, mirándome. Te extiendo el brazo para ayudarte a parar. Sonríes. Me das la mano. Te paras en frente mío y no haces más que sacudirte y mirarme. Seguía siendo treinta y uno de diciembre al parecer, yo a los ocho y tú a los nueve años. Increíble. Te fijas en la hora. Vaya, son las doce y cuatro minutos. ¡Es primero de enero! Nos van a retar en la casa. No hemos ido a cenar a casa. Deben estar buscándonos. ¿Qué les diremos? No lo sé, pero llorando te abrazo y te digo feliz año nuevo. Me mantengo así. Qué cálida, que acogedora, que familiar sensación, ya no distante ni tampoco extraña. Cercana. Bienvenida. Te ríes de mí por que lloro. ¿Qué me pasa? Soy un bebé, lo sé. Me pegas una palmada en la espalda y me dices que si no nos apuramos el reto será aún mayor. Así que nos ponemos a correr nuevamente, dejando atrás el jardín no deslumbrante, sin flores doradas ni hadas revoltosas que perseguir. Corremos ahora juntos, de la mano, esquivando todo a nuestro paso. Se ven a lo lejos fuegos artificiales que aún explotan solo para nosotros en aquella curiosa noche. Me propones inventar que hemos estado en la casa de Marcos, para que no nos regañen por haber venido al cerro prohibido por lo menos. Papá debe estar furioso. Sí, lo debe estar. Nos descubrirán. Y bajamos el cerro, tú pensando en quizás qué cosas, tranquila, y yo dándole vueltas al curioso final de año. No tenemos respuestas para todo en la vida. ¿Me creerías si te dijera que las hay hadas traviesas y bastante crueles? ¿Qué por qué? Pues por lo que pueden llegar a mostrarte. Soy tonto, lo sé. Sé que no existen las llamadas hadas.

Primero de enero. Me levanto agotado por la aventura de ayer. De lo primero que me doy cuenta es que la ilusión de verano se ha esfumado. Solo un loco ensueño de una noche de verano. Loco, de la locura misma que se presenta y no vuelve nunca más en toda tu vida. De aquella que se te presenta inesperada y engulle parte de tu sensibilidad para siempre, cambiando la postura con la que te despiertas para observar a la gente transitar día a día frente a tu jardín, cada vez más ágil, más astuta, más violenta. Sí, cada día más extraña. Y los recuerdos vienen a mi mente al ver una pequeña cicatriz en mi rodilla. Bien, comenzaré poniéndome los pantalones por la derecha entonces.